El misterio de la Cruz

 

Una conocida anécdota relata cómo un japonés fue a hospedarse en un hotel. En su habitación había un crucifijo sobre la cama. El indignado cliente llamó a la administración del hotel para pedir que lo retiraran. En efecto, como motivo de decoración le parecía grotesco colocar a un hombre asesinado tan brutalmente. El japonés no era anticlerical, ni ateo beligerante, sencillamente era ignorante –sin culpa suya- y, como no estaba en antecedentes, aquella cruz carecía de significado para él, o mejor dicho, significaba sólo lo que resultaba patente a la vista: un ajusticiado a muerte ignominiosa y cruel.

El caso del crucifijo no es el único. También, por ejemplo, la Biblia requiere una precomprensión benevolente, es decir, acercarse a ella desde una perspectiva de fe. Sin esto último, sobre todo el Antiguo Testamento, podría escandalizar a más de un lector; de hecho conozco a personas que han perdido la fe leyendo la Biblia, porque se han acercado a ella con la perspectiva equivocada. Los símbolos religiosos requieren una propedéutica, que ordinariamente es la misma vida de fe, para alcanzar su correcta interpretación. Pero cuando esa vivencia de la fe se diluye, poco a poco, de la cultura, van tornándose ambiguos, cuando no ininteligibles.

La cruz es, sin lugar a dudas, uno de los más eximios símbolos de la fe. ¿Qué representa para nosotros? No es banal la pregunta. En una cultura plenamente cristiana sería algo evidente, pero actualmente existen muchas lagunas religiosas, y por tanto culturales, que pueden dificultarnos entrever su auténtico significado. Cuentan de un jugador de fútbol, japonés también, que se persignaba al anotar un gol. Le preguntaron si era cristiano, y él simplemente no sabía qué era eso. Al preguntarle la razón de persignarse, simplemente comentó que había visto a Messi hacerlo cuando metía un gol… Y algo semejante puede suceder con alguno que use el rosario como elemento decorativo, al estilo David Beckham.

Volviendo a la pregunta, ¿qué significado tiene para mí la cruz? En este caso es particularmente pertinente el uso de la primera persona. “Escándalo para los judíos, locura para los gentiles” decía san Pablo; podríamos agregar, “incomprensible para nuestros contemporáneos, esperanzadora para quienes tiene fe”. No hace falta ver películas de terror y observar cómo se contorsionan los poseídos ante el crucifijo. Es preciso reflexionar sobre la poderosa luz que arroja en la vida el misterio de la Cruz, que está al centro de los días santos, al centro de la Semana Santa.

¿Por qué la fe cristiana pervive a pesar de tantas dificultades, oposición, escándalos, persecuciones? Quizá, en buena medida, porque las personas con fe han interiorizado el misterio de la Cruz, de forma que donde la mirada sin fe percibe derrota, el hombre con fe descubre el triunfo. ¿Qué es un crucifijo para un hombre carente de fe? La imagen viva de la derrota y la crueldad del hombre; quizá una metáfora del sinsentido de la existencia humana. ¿Qué ve en cambio en ella quien tiene fe? La manifestación más tremenda del amor de Dios por el hombre, con todo lo que ello implica: la perenne esperanza a pesar de las dificultades, la luz del sentido en la oscuridad de las contradicciones, la confianza indefectible en la misericordia divina; en definitiva, la radicalidad del compromiso y la apuesta de Dios por el hombre.

La Semana Santa es un tiempo propicio para profundizar en los misterios de la fe, particularmente en el Misterio de la Cruz. Una consideración sosegada de la misma nos ofrece una perspectiva fabulosa, profunda, novedosa de nuestra existencia. En realidad, es la única respuesta creíble al gran reclamo que el hombre puede hacerle a Dios: el escándalo del mal, del dolor, del sufrimiento del inocente. Tal reclamo pierde su fuerza ante la Cruz, pues Dios asume ese mal, ese dolor, ese sufrimiento del inocente, es padecer en silencio la injusticia. Y por ello la Cruz va mucho más allá de una consideración piadosa o folklórico-cultural; atañe al realismo mismo de la vida, a la dureza de la existencia humana. No es una promesa de consuelos fáciles, ni de triunfos y éxitos efímeros; es la escuela donde aprendemos a hacer del dolor, compañero inevitable de nuestra existencia, un modo de amar y, por tanto, de vivir y morir con plenitud.

 

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