Gregorio Martínez: Miel de la escritura

 

El escritor peruano Gregorio Martínez es un reverendo zamarro y palangana. Por ello escribe orgiásticamente y a borbotones y no da puntada sin hilo. “Goyo” es maestro del zurcido invisible y remalla su literatura como las propias rosas. Y este 29 de julio le estaremos presentando su nuevo libro de textos periodísticos en la Vigésima Feria del Libro de Lima. “Mero listado de palabras” –Editorial Imago, 2015– es su nueva creatura textual que ata a lo sensual y quimboso de lo afroperuano a la literatura periodística de nueva laya. Banquete de rechupete, paila afrodisíaca de una lectura con cuchara de palo, olla de barro y concolón incluido.

Gregorio Martínez es hombre de escrituras que dragan. Provocan regodeo y afinan el seso en usanzas deleitosas. Sus textos de ficción, testimoniales o periodísticos, concentran una mecánica del estilo como estilete. Su arremetida toca carne por desparpajada e insolente. Algunos han dicho que ese proceder solo es posible porque se ejecutan con un lenguaje fresco y truculento. Otros se alarman porque Martínez utiliza una manera de contar langa y firulete. Sí, es todo eso y más, quimba natural y a la vez, artificiosa. O sea, es pendejo –en la fórmula peruana– y culto a la vez en una sola cucharada.

No me gusta el planteamiento, pero los sigo. Así es y debe ser un escritor en el Perú. Es decir, manejar rollo y denunciar lecturas. No hay otra forma de darles en el alma a las camarillas culturales que cada vez se escandalizan porque Martínez los enrostra con sus documentos que notifican y friegan. Así se torna fastidioso porque dinamita el armazón de una sociedad que discrimina y segrega. Es que Martínez tiene fondo y calle, por zambo elegante y por profesor de materias voluptuosas. Y cierto, porque nació en Coyungo, Nasca.

En “Mero listado de palabras” aparecen textos ordenados por fechas y desordenado por sucesos y personajes. Martínez toca, observa, mastica, señala y fustiga a temas que van desde el oficio de los intelectuales delicados a los escritores dedicados, de la vida política y universitaria, a la vida desenfrenada de músicos, místicos, locos y poetas. Hay pues en este florilegio o repertorio amén del estilo Martiniano (perdón el neologismo, una tenaz respiración literaria, un galope poético –aunque a Martínez le friegue mi aserto– que es mucho más que un jadeo de hombre de prensa, en el que también es capo el autor.

Debo reforzar más que rosar de pisco este momento. Gregorio Martínez arma y trama estos textos mediante un recurso singular, el del traspaso de sentidos. En ese propósito todo se expone e impone, se evoca y se toca. En Lima, o cualquier capital latinoamericana o una que otra urbe de los Estados Unidos, su escritura recorre el mundo urbano con sus modas, racismo, tráfico o religión. Entonces existe un fraseo que viene de la sociología urbana, que va a la antropología social y aterriza en el hallazgo literario. Se usa retruécanos y paráfrasis, se juega en pared, se toca con clase, se modela con el hipérbaton y la analogía y se remata con la de pecho de los otros efectos retóricos.

Y en Coyungo, los naturales son amantes de la Sopa. De troncha o menudencia, de preferencia, de animal plácido y de reposo, poco de macho comprobado, más de hembra tierna. En Coyungo, las mujeres, pasada las 5 de la tarde, emanan tufo a chanque, ese molusco gasterópodo conocido también como pata de burro. El aroma rompe las leyes de la física porque se instala a nivel de la pelvis, y amotina y encabrita, y al anochecer derrota las presas morales y los diques púdicos.

Martínez ha hecho de su sabiduría privada un acto público. Ha trabajado con el caudal fantástico salpicado de ficción de su Coyungo natal, pero incursionó también en el ensayo y sobre todo en el periodismo siendo cronista de envergadura. Ha publicado libros como Tierra de caléndula (1975), Canto de sirena (1977) La gloria del piturrín y otros embrujos del amor (1985), Crónica de músicos y diablos (1991). Biblia de guarango (2001), Cuatro cuentos eróticos de Acarí (2003), Libro de los espejos, 7 ensayos a filo de catre (2004), y está ad portas su nuevo libro que prepara la editorial Imago que se editará para julio de este año, y que constituye una antología de sus mejores textos periodísticos.

Gregorio Martínez no publica así no más. Y ya era tiempo de leerlo en esta nueva selección de textos que tienen factura periodística y que se han venido publicando desde hace un poco más de una década. Más que selección, digo yo, el libro sería una suerte de “Grandes éxitos” si Martínez hubiese sido cantante de la nueva ola. Pero Martínez es profesor y maestro. Hay pues en esta antología un trabajo escritural que no se detiene con nada y ante nadie, y que chapa política como agarra literatura o cocina. Entonces uno se encuentra con una manera de expresión que se asienta en el discurso ordinario y coloquial para hacer otra cosa, algo pleno de expresividad, de belleza, y una inesperada intelectualización de lo pasajero, de lo turbio, lo infame y lo vulgar del contorno nada bello de lo peruano y sus orillas sentimentales.

Aquella vez, llegó temprano al café de la avenida Dos de Mayo en San Isidro. Gregorio Martínez estaba impecable son su bléiser azul marino, su pantalón de casimir gris, zapatos canela con brillo y una camisa amarilla lúcuma. Venía de EEUU eso lo sabían sus amigos. Alfredo Portal lo esperaba sediento y Cesáreo Martínez quería repetir el volantín de esa noche en el Chino Chino. Ya en la mesa, pidieron “media hora de cervezas” y se arrancaron primero con los rumores, luego con las habladurías y pasaron a los chismes. Los amigos, ese gran capítulo que Martínez cultivó desde las noches del Bar Palermo, ese antro donde el grupo Narración cambió el devenir de la literatura peruana. Los amigos, algunos ya no están. Martínez, no obstante, sigue, fregando y tomándole el pelo a la vida amén de sus historias fascinantes.

A Gregorio Martínez también le decimos “Goyo” y es fundamentalmente prosista. Un escritor en su garbanzal. Allí donde la literatura peruana es presumida y vanidosa. Su chasís y osamenta cabalga en la idea segregacionista y prejuiciosa que solo algunos pueden izar las letras públicas, las letras mayores. Que aquello es para los escogidos. Que es asunto de limeños, blancos y con billetera. Igual, los peruanos se han zurrado en esa máxima. Los mejores vanguardistas, por ejemplo, ni son blanquiñosos ni tienen cuenta en el banco. Vallejo, Oquendo, Churata eran cholos. Arguedas, Alegría, Vargas Llosa, igual. Además, todos provincianos, todos nacidos fuera de Lima como Gregorio Martínez, hijo de la geografía peruana del desenfado.

Martínez usa de la tradición peruana lo jocoso, lo poético y lo macabro. Sus módulos –esas crónicas que construyen este universo– son un festejo de, como un carnavales de negros e indios. Hay pues una respuesta al malestar de una época en estas sociedades doloridas, atiborradas de intelectuales serios y doctores sentenciosos y ni aportan ni brillan. Por ello debo citar una confesión de Martínez, es su tino y estilo: “Cuando yo estaba en Coyungo, mi terruño, nadie me llamaba zambo. En Nazca sí, igual en Lima. Incluso, ahora, algunos de mis amigos persisten en utilizar el vocablo so capa de aprecio. El día que el autor de un relato, basado en una misiva mía, quiso titularlo «Carta de un zambo desde París», yo me opuse. Recurrí al consenso para tener respaldo. Tuve que recular, pues una querida amiga me respondió: «ya, zambito, no seas chinche». El relato quedó con el título que le puso su autor. Por no poner el pie a fondo, yo mismo permití que continuara perpetuándose la vigencia de zambo”.

Vamos, tiene ironía el zambo, pero en realidad está fregando a los osados. Asado él, cuenta que aquí y acullá, las gentes de color modesto, como llamó Ribeyro a los negros en el Perú, son personas de un nivel bajo de lo normal. Zambo fue Valdelomar y la sociedad de esa época lo jodía. Zambo es el poeta Enrique Verástegui y la crítica no le perdona que escriba gran poesía. Zambo es Gregorio Martínez y eso es casi un delito imperdonable. Pero el Zambo Martínez fue profesor en escuelas públicas en el Perú y es maestro en los Estados Unidos de Norteamérica. Entonces, no joroben, el hombre sabe su cuento.

Martínez, no obstante funda un tipo de escritura en este Mero listado de palabras que es admirable. Sus artículos, yo digo crónicas, para acollerarme, tienen de carne macerada en chicha con ají limo y harta zarza de cebollas arrechantes. Entonces debo advertir que hoy pocos se atreven a que nuestro lenguaje escrito se parezca al lenguaje de la calle, al de todos, a la manera como hablamos. Cierto –y ya lo denuncié en otras sábanas– que nuestro castellano escrito va por un lado y el hablado por el otro. Juntar prosa escrita y oral es herejía para muchos. Pero en Martínez este maridaje y con patada a la luna, intenta que las frases se escuchen, para eso, altisonantes, desparpajadas, sueltas de hueso, de registro sonoro de la escena viva y mudable de lo que en el Perú se ha denominado, lo achorado, lo combi, lo achichado.

Finalmente, debo confesar haber sido su alumno de muy niño, de joven, de viejo. Gregorio Martínez fue mi profesor en la Primaria en un colegio del barrio de Surquillo en Lima. Y cierto, me enseñó de la pe a la che. Y cierto, era raro porque no era común en esa capital de principio de los sesentas que existiese un profesor zambo. Yo le conté a mi padre de Martínez, de su manera formal de enseñar, de su talante pedagógico brillante. Mi viejo que era sabio más por viejo, me dijo: “Aprovecha, no todos tienen un brujo como maestro”. Bueno pues, brujo o no, Martínez es este escritor de genio y de solemnidades. Un hombre que se parecía a ese su paisano, Valdelomar, de quien escribí alguna vez: “Existió un Valdelomar zambo y fue blanco de las envidias y del deseo”. Cierto, ese está muerto, Gregorio Martínez está vivo. Y que viva su vida.

 

Leave a Reply

You must be logged in to post a comment.

48092
V: 1421 | 24