La barbarie: hace 33 años en Uchuraccay

 

A cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar se encuentra Uchuraccay. Es una pequeña aldea alto andina que forma parte de la provincia de Huanta, en Ayacucho. Allí hace trentitres años fueron asesinados, masacrados, en un acto cargado de barbarie, ocho periodistas, el guía que los acompañaba y un comunero que salió en defensa de éste último. El suceso conmovió e hizo brotar frases de consternación y condena en todo el mundo. Nunca antes había ocurrido algo parecido. Quienes ofrendaron sus vidas eran hombres de prensa que trataron de superar la equivocada censura informativa, impuesta por el régimen gubernamental de entonces. Fieles a su profesión querían que la ciudadanía conociera los verdaderos alcances del terrorismo que, a sangre y fuego, pretendía hacer suya la administración política del país. Se sacrificaron por encontrar la verdad de múltiples hechos criminales cuya autoría se adjudicaba a Sendero Luminoso.

Una cruz de fierro y cemento permanece erguida en el centro antiguo de ese poblado que hoy tiene la denominación de distrito. Ese símbolo cristiano hace recordar a cuántos son culpables del horrendo suceso. A los autores materiales y a los autores intelectuales. A quienes fueron declarados culpables y encarcelados, tres comuneros todos ya fallecidos, y a quienes jamás fueron considerados responsables mediatos de lo ocurrido. La justicia escuchó los alegatos en sesiones interminables, pero solo tuvo capacidad para sentenciar a quienes actuaron en hora fatal, llevados de la creencia que estaban frente a enemigos. No la tuvo para recordar que ante la ley todos somos iguales. Los que concientizaron a los pobladores para que mataran a todo extraño que llegaran a sus pagos, fueron dejados al margen de toda responsabilidad. Esa justicia fue ciega y torpe. Se escudaron en el incompleto y parcializado informe de la Comisión Vargas Llosa, que observó a la gente de Uchuraccay como personas distintas al resto de los peruanos, con «deficiencias civilizadoras».

La cruz levantada por la Asociación Nacional de Periodistas del Perú y que alguien, sabe Dios por orden de quién, pretendió traerse abajo, se mantiene inalterable. Esconde en su misterio el recuerdo a Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez, Félix Gavilán, Willy Retto, Jorge Luis Mendivil, Jorge Sedano, Amador García, Octavio Infante, al guía Juan Argumedo y al comunero Severiano Huáscar Morales. Todos ellos muertos en forma indescriptible, cuando el 26 de enero de 1983, Uchuraccay era uno de esos pequeños lugares de las alturas cordilleranas, habitada por no más de 200 lugareños. Ellos guardaban en sus sentimientos los pasajes de dolor causados por los senderístas y tenían memoria para evocar el nombre de Alejandro Huamán, uno de los suyos, que fue ultimado por el terrorismo, en el afán de defender las pequeñas parcelas de èl y de sus compoblanos.

Esa cruz tiene un valor espiritual. Expresa el significado de la dignidad de la persona humana. Esa dignidad que se traduce en vida plena y responsable. Seguramente que la cruz seguirá allí, erguida, porque la vida de la persona implica un progresivo incremento de la vida interior del hombre alcanzado mediante el desarrollo de la propia conciencia y libertad.

Finalmente y al recordar episodio tan ingrato para la libertad de prensa y consecuentemente de negación del derecho del pueblo a la información, es de desear que la cruz de Uchuraccay nos sirva de horizonte para que nuestro pueblo, en su madurez cívica, forje un destino digno y permanente que le permita, sobre los hitos de nuestra historia, encontrar el camino redentor, sabiendo quién es y adónde va. El propósito es restituirle a la política el prestigio que ha perdido por el abandono de toda inquietud doctrinaria. Al mismo tiempo para hacer ver que una sociedad que no posea ideas para interpretarse a sí misma y el papel de cada persona en ella, no es una sociedad.

 

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