La corrupción, un mal que corrompe para seguir en lo mismo

 

Aquello de que todo tiempo fue mejor no pasa de ser una frase cínica que no guarda un ápice de verdad. Al menos en lo que a corrupción se refiere, mal que tiene historia larga, muy larga, en nuestro país. Viene desde tiempos de la colonia, si no lo fue antes. Durante la República ha ganado lugar de privilegio y como bien se ha dicho se trata de un fenómeno colosal que se evidencia en el ofrecimiento y recepción de sobornos, la malversación y la mala asignación de fondos públicos, las escandalosas tratativas financieras, los favores políticos previo pago del diezmo, el tráfico de influencias y el fraude electoral.

¿Ocurre solamente en el sector público? No, también se da en el sector privado. Con al agravante que por lo general cuando ambos unen voluntades delictivas el problema alcanza dimensiones inalcanzables y hacen imposible todo combate. Los recursos éticos y morales con que cuenta una minoría exigua de ciudadanos que llega al poder político son ínfimos, no alcanzan para nada y se corre el riesgo que el entorno que rodea al presunto moralizar también forme parte de la tenebrosa telaraña de la corrupción. La existencia de los cárteles del narcotráfico que integran delincuentes internacionales y nativos es una muestra repudiable de lo que está ocurriendo. No es un misterio que cuenten con la complicidad de uniformados y civiles que prestan servicios a la organización criminal a cambio de dinero. Tampoco que el sicariato o sea el asesinato contratado previamente, se haya extendido por acción de extorsionadores y chantajistas, al igual que la trata de blancas que hace posible que campee la prostitución clandestina en zonas residenciales exclusivas de las principales ciudades como en los pueblos fronterizos, con la presencia de mujeres desamparadas que ejercen el más antiguo de los oficios por unas pocas monedas. Y qué decir del contrabando que se practica sobre todo en Tumbes y Puno, en donde las autoridades se someten al poder del billete o simplemente tienen que pasar las de Caín bajo amenaza de muerte.

En estas últimas semanas se habla mucho de Martín Belaunde Lossio, personaje vinculado al gobierno por haber actuado como promotor político del mismo, a quien se le achaca estar involucrado en peculados y otros negocios prohibidos. También de Nadine Heredia Alarcón, nada menos que esposa del actual Jefe de Estado, de quien se dice, se especula, se rumorea, sin pruebas a la mano, que habría manejado en provecho propio donaciones de dinero que vinieron del exterior o percibido pagos por contrataciones profesionales que, según los acusadores, no se justifican. Los señalamientos son serios, pero llama la atención que los apuntes procedan desde los ámbitos de los operadores políticos, de opositores del calibre del fujimorismo y del aprismo sobre todo, casi en vísperas de un nuevo proceso electoral para que la ciudadanía elija a los que asumirán el mando en el Poder Ejecutivo como en el Poder Legislativo. No está mal que se hagan esfuerzos por encaminar la función pública o privada por los caminos de la idoneidad. Ojalá que haya suerte y lleguen tales esfuerzos a buen puerto. Bien porque los acusados podrán demostrar su inocencia o bien porque los acusadores tendrán que demostrar que actuaron correctamente. El agravante, sin embargo, está en que estos últimos, lo reconozcan o no, forman parte de agrupaciones partidarias que han escrito páginas enteras de actos de latrocinio comparables solamente con aquellos que protagonizaron los «dueños del Perú» en el siglo dieciocho y diecinueve, respectivamente.

Es cierto que mientras haya corrupción las posibilidades de desarrollo y progreso del país cada vez serán más limitados. Hasta podríamos compartir el concepto que la corrupción en el país es espontánea e inevitable y que en razón a ello es imposible que se puedan extirpar el cáncer o al menos alcanzar alguna eficacia. Quienes hacen uso de tal idea justifican su posición, afirmando que este país se estructuró sin adecuados valores y principios. Quienes le dieron nacimiento en realidad fueron en su mayoría defensores de sus propias haciendas y poco o nada les importó que el país surgiera con una profunda división entre blancos, mestizos y aborígenes. Los atropellos, las explotaciones, el uso de la ley en forma exclusiva y prepotente, era cosa de todos los días. No hay recuerdos positivos de lo que significaron los «juicios de residencia», como ocurre en estos días con las «comisiones congresales» o las «investigaciones» de la Fiscalía de la Nación y Poder Judicial. La razón y la justicia está a la mano de quien tiene poder económico o poder político. La prescripción es la palabra de moda, entre otras modalidades leguleyas.

Por lo demás hacer comentarios sobre la corrupción en medio de ese panorama no es sencillo. Quienes manejan los hilos de tal fenómeno cuentan ahora con otros mecanismos para hacer sus acusaciones y librarse o esconder sus propias tropelías. Recurren a los «trolls», pasando por los chuponeadores, los escribas asalariados, los comentaristas bajo contrato en los medios audiovisuales, con los cuales destripan y descuartizan a sus víctimas. No hay honor que valga. El libertinaje hace uso de su albedrío. Al final todo vuelve a su normalidad, con nuevos escándalos. La corrupción tiene larga vida. La corrupción se mantiene, busca nuevos aliados, se renueva constantemente y todo indica que si ayer ganó terrenos durante la colonia e hizo lo mismo en los primeros años de la República, ahora tiene un mañana que le es favorable.

 

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