Ya se sabe lo ocurrido en el Congreso de la República con Pedro Cateriano Bellido, el primer ministro del régimen ollantista. Le dieron la confianza sin pasar por mayores apuros. Antes habló a nombre del gobierno sobre la urgencia de combatir la corrupción, atender la desaceleración de la economía y dar solución a la inseguridad ciudadana. El remedio, dijo, vendrá si le otorgan facultades legislativas al más breve plazo. Toda demora juega en contrario. Los parlamentarios que ahora sumando y haciendo restas son mayoría, no se inmutaron, le escucharon con paciencia y cada quien en el estilo que les es característico le hicieron observaciones de todo tipo, cuestionamientos respecto a la forma más que en el fondo y críticas unas ácidas, otras no. En conclusión hicieron las veces de perdonavidas. Y para no variar, contradiciendo la investidura dada, dejaron demostrado que en nuestro medio es más fácil estar en desacuerdo que lograr consenso favorable. Así sea para bien del país.
Cateriano Bellido llegó al hemiciclo del primer poder del Estado con el rostro y el gesto de siempre. Es decir adusto, aparentemente mortificado por alguna razón no revelada, aunque en determinado momento se le vio mostrar una sonrisa breve y protocolar. En todo caso apropiada para las circunstancias, cuando faltan tan solo quince meses para el cambio democrático de la administración gubernamental. ¿Quién será el que asuma el relevo? No se sabe. La chicha aun no fermenta. En todo caso, no será una pera en dulce lo que se viene ni mucho menos estará servida en plato de fiesta de Navidad. Lo que sí quedó claro es que quien sea el que tome las riendas del poder, deberá contar con habilidad, inteligencia, talento e identidad social para reducir el peor de los males que afronta el Perú: la brecha de la desigualdad. En suma Cateriano avanzada la noche, se fue feliz no sin antes avisar que retornará en pocas semanas para demandar las esperadas facultades legislativas. ¿Se las otorgarán? Eso está por verse. Al menos hay poco más de cuarenta legisladores ansiosos de ganar tribuna, hacerse notar y con ello figuración que a estas alturas es muy importante si se apuesta por una futura reelección.
Pero al margen de lo que acontecerá en el Parlamento, lo cierto es que la pobreza, la exclusión, la injusticia y la desigualdad social, es menester que se subraye, no son fruto inevitable de leyes naturales e irreversibles o de la mala suerte o de la poca capacidad para saber actuar en el enredo del mercado. En realidad, y esto quienes tienen la mente despejada lo entienden, son la consecuencia de estructuras sociales, económicas, políticas, éticas y culturales que rigen la vida de la nación. Son la consecuencia de que unos se hacen cada vez más ricos sobre la base de que otros, cada vez más numerosos, se hacen más pobres. Esto a pesar de las afirmaciones de los entes fiscales encargados de emitir cifras estadísticas, que dicen todo lo contrario. No desde ahora, si no de siempre. Es la consecuencia de una injusta distribución de los recursos, de los ingresos, de la riqueza, de la acumulación de capital, del poder económico, de la especulación, de la corrupción y de la mentira.
Podríamos agregar más, porque también son consecuencia de decisiones políticas erradas, de recetas económicas a estas alturas obsoletas, de imposiciones sociales. Esto es para desmentir y desmitificar las falacias neoliberales de que la pobreza y la exclusión son inevitables y forman parte inseparable de la modernización de la sociedad; que es el precio fatal que hay que pagar para esta modernización. Esto, cuando las voces que vienen de lo más hondo del sentimiento popular, señalan que la pobreza, miseria, exclusión social, constituyen en realidad una situación de violación extrema de la condición humana y una supresión brutal de derechos humanos, económicos y sociales básicos. La pobreza persistente y creciente, además de constituir una inferioridad tambien jurídica, es una negación completa de la justicia, una omisión y una complicidad inexcusables del Estado, y una interpelación de fondo a toda la sociedad civil.
Representa, por tanto, una imposibilidad estructural de paz social, y es una degradación de toda la sociedad. No se trata de ocultar verdades con encuestas o sin encuestas. Es cuestion de tener una visión cierta a la realidad nacional, para concluir que la pobreza y la exclusión social, por los niveles de miseria, injusticia y desigualdad, afectan el proceso democratizador, amenazan su continuidad, su autenticidad y su legitimidad. Y si es verdad que la miseria es una forma de esclavitud, la misma libertad que tanto sacrificio ha costado, no podrá andar sobre rieles firmes. Esto es lo que realmente debe preocupar a los administradores del Estado, ya sea porque tienen el mando en el Poder Ejecutivo o porque tienen el poder de la decisión política en el Congreso.
Por esto mismo, las políticas y estrategias de lucha contra la pobreza y la exclusión social deben involucrar, ahora y no cuando sea tarde, a toda la sociedad política, oficialismo y oposición, y a toda la sociedad civil, desde el empresariado hasta la clase trabajadora. Es lo recomendable si se quiere enfrentar con éxito lo que se viene y ya se siente en otros países, otrora poderosos, una de las peores crisis de la economía mundial.