La corrupción, el crimen organizado, el narcotráfico, entre otros males van ganando terreno en este misterioso espacio territorial que algunos llaman realidad nacional. La presencia de los mismos se ventilan a diario en forma pública y cobran visos de escándalo que, aparentemente, nadie puede detener y todo indica que este mal momento tiene para rato. La orden de captura de altos magistrados, encargados de administrar justicia, nada menos, nos hace ver que estamos pasando por uno de los peores momentos de la historia nacional. Si a eso agregamos las acusaciones que pesan contra conocidos personajes de la política, que estarían involucrados en lavado de activos, tráfico de influencias al más alto nivel y millonarios negociados, significa entonces que se repite el putrefacto antecedente que ocurrió en los noventa del reciente siglo pasado. Eran los tiempos del fujimorismo, cuando siguiendo los pasos del ambicioso ocupante de Palacio de Gobierno, militares de la más alta jerarquía, incluyendo el presidente del Comando Conjunto de la Fuerza Armada, al lado de ministros y otros jerarcas de la administración pública, cayeron en las garras de la delincuencia en el despropósito y repudiable afán de convertirse en ricos con dinero malhabido.
¿Qué hacer frente a tan delicada situación? El pesimismo nos acompaña. Hace poco más de cuarenta años un entusiasta y culto periodista dejaba por escrito que ante los males del país era exigible una acción revolucionaria, un compromiso político en favor de una sociedad más justa, superior, libre y socialista. Han transcurrido cuatro décadas y claro, el mismo personaje ya no piensa igual. Ahora tiene otras creencias. Y sin embargo, lo que entonces predicaba cobra actualidad, porque en verdad ante el fracaso evidente de estas recientes experiencias políticas, es menester romper las cadenas de un destino histórico que «empezó a depender de otras voluntades», de esas voluntades que enajenaron nuestro ser nacional a tal punto que nuestra identidad no tiene donde reposar ni cómo proyectarse.
No es que se acompañe en su totalidad lo que decía y quizás hoy día reniegue el autor de esas frases, pero a estas alturas y como medio de reflexión, nada nos prohíbe releer sus escritos, sobre todo cuando en esos viejos tiempos, que ahora parecen nuevos por la dramática crisis moral que vive el país, el autor subrayaba que «las visiones de la realidad nacional no son, en tanto que tales, ni mejores ni peores. Cada quien en su tiempo ha visto y se ha comprometido con la realidad, como un agente transformador, como un testigo y un actor. El mito del progreso histórico tan enraizado en nosotros, pero a la vez tan justificador de Occidente en su aventura de dominio mundial, no debiéramos trasladarlo mecánicamente a nuestros análisis de la realidad nacional, quizá en esa forma el punto de equilibrio sea más fácil de hallar».
Palabra más, palabra menos, sobrepasando las barreras de la retórica del escritor, lo cierto es que los ciudadanos de estos tiempos viven una realidad concreta y, dentro de la misma, encuentran partes llagadas por el cáncer de la corrupción y del acomodo. Así tenemos que quienes se perfilan como candidatos a la presidencia de la República, ninguno menciona estos males de la corrupción, del crimen organizado, del narcotráfico. Al menos abiertamente y sin tapujos de índole alguna. ¿Le tienen temor? Y si no es así ¿entonces por qué no levantan la voz y ponen el dedo sobre la herida? Lo curioso es que se quejan, más bien, de lo que dice la prensa responsable, negándole a ésta el rol fiscalizador del quehacer ciudadano que le corresponde como institución creada, precisamente, por el sistema que cree en la democracia, más que gobierno, como forma de vida. O es que, como mencionaba el otrora periodista de izquierda: «nosotros podemos sostener, razonablemente, que el hombre está dotado para conocer la realidad en general. En tanto que peruanos no estamos dotados particularmente para conocer nuestra ‘realidad nacional'».