No olvidemos aquella política de autocracia y desvergüenza

 

Si no la totalidad, dejando de lado a los no creyentes que son pocos, es posible que en esta semana santa la mayoría de los candidatos a la presidencia de la República hayan dedicado sus oraciones más dolientes al Cristo de lo imposible, para que les haga el milagro de convertirse en el ganador de la actual contienda electoral. Arrepentidos, compungidos y pesarosos, en buena cuenta contritos, le habrán hecho la promesa de no volver a incurrir en pecado mortal, en caso de recibir la anhelada banda bicolor de la primera magistratura. No mas engaños al sufrido pueblo, quizá habrán pronunciado, pidiendo clemencia. Pan, educación, trabajo, podría haber sido lo que han ofrecido ante el altar sagrado. Ante esa posibilidad cierta, me pregunto si los candidatos y las candidatas gozan de credibilidad. Ya no ante el Hacedor que lo sabe todo, sino ante nosotros, los mortales comunes y corrientes, que en nuestra utopía, soñamos con un gobierno verdaderamente mejor.

Mejor, por ejemplo, para reducir al mínimo cuando no a la erradicación definitiva de la pobreza extrema. Esta, por si se han olvidado, se mantiene casi intacta en el Perú. Tan es así que no hace mucho, el mismísimo ministro de Economía y Finanzas, Alonso Segura, reveló que si en algo ha disminuído la pobreza, es simplemente porque el gobierno financia en un 87 por ciento, sí en un 87 por ciento, los llamados programas sociales y los servicios básicos del Estado. Esos programas sociales se llaman en estos tiempos «Juntos» y «Pensión 65». Antes tenían otros nombres y se otorgaban con otras modalidades. Significa, en consecuencia, que si alguien, interpretando el neoliberalismo radical, hace desaparecer esa ayuda a quienes menos tienen o no tienen nada, la extrema pobreza rebrotaría con consecuencias que es de imaginar.

El mismo Segura y de esto no hace mucho, explicó que la reducción de la pobreza no se sustentaba en el crecimiento económico del país. Apenas en un 15 por ciento. De tal manera que al parecer quién sea el que gobierne después del 28 de julio del año en curso, tendrá para escoger dos caminos: uno el de continuar dando que comer a los más olvidados, a costa del erario público; otro, poniendo en marcha una política de Estado que haga posible empleo digno, que es sinónimo de salario justo y condiciones sociales que hagan posible una vida decorosa del trabajador y de su familia. La tarea, es cierto, titánica, propia de gente talentosa, preparada para un gobierno con justicia para todos. Significaría desterrar para siempre, la perversa política puesta en práctica a partir de los noventa del siglo pasado, cuando el autócrata de entonces, Alberto Fujimori, echó a la calle a casi medio millón de trabajadores del sector estatal, hizo trizas las normas laborales que amparaban los derechos de obreros, empleados y profesionales y dio inicio a a la ocupación informal, fenómeno que provocó que millones de personas, jóvenes y adultos, invadieran jirones y avenidas para expender lo que sea. La lucha por el pan de cada día llevó a la gente a situaciones humillantes nunca antes vistas.

En estos momentos y cuando falta muy poco para ir a las urnas, la ciudadanía tiene presente lo ocurrido en esos años, entre otros hechos, como la corrupción imperante, la misma que se extendió en tal forma que llegó a manchar el honor del uniforme militar y policial, que desvirtuó el concepto de administración de justicia y que prostituyó la organización barrial, haciendo que los sectores populares, entregaran su decencia cívica por dádivas, por prebendas. Es decir, de la misma forma como ahora la sucesora de la dinastía fujimorista viene realizando sin vergüenza alguna. Negando lo que es evidente y llevando a la población a una forma de vida, donde la vileza y la deshonra no tienen sentido. El pudor, el decoro, están demás. El oportunismo es carta mayor.

Sí así fuera, que la ciudadanía mayoritaria no olvida ese estado de podredumbre política, resulta de su deber ir a los lugares de votación por un cambio real en el gobierno. Tener en cuenta que si el desafío consiste en crear y fortalecer vínculos positivos entre participación política y equidad, entonces debe llevar su voluntad soberana para promover una distribución justa de presencia social y presencia frente al Estado en la demanda de los agentes sociales por asignación y uso de recursos: trátese de recursos físicos, económicos, culturales o de poder.

La vasta experiencia en nuestro país muestra que una distribución equitativa de recursos no podrá hacerse efectiva si no se cuenta, complementariamente, con una distribución más equitativa del poder de decidir sobre el uso de los recursos. He allí la responsabilidad que tenemos todos, si pensamos en un cambio que lleve a la nación hacia un destino mejor.

 

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