Cada cierto tiempo no falta quien ponga en duda el origen legítimo del pisco, el famoso destilado proveniente de uvas singulares cuya primera cuna tuvo tierras peruanas. O por lo menos lo utilice como tema recurrente para armar una discusión. Así lo hace la revista institucional de una conocida empresa de aviación comercial del norte del continente que, felizmente, no aterriza en estas latitudes y que queriéndolo o no, lleva a sus lectores a creer que nuestro licor de bandera, de antecedentes centenarios, comparte tal honor con Chile y hasta con Bolivia. Según el autor, Guillermo Pérez Rossel se trata de una «exquisita discordia».
Es posible que el escribidor a la hora de elaborar su nota haya estado más que bebido o animado por otro incentivo que lo llevara a promover un mal entendido que, cierto, no es nuevo, pero que con el tiempo ha quedado dilucidado. La historia repetidamente escrita acompaña al Perú y la calidad del producto que surge de nuestros nobles viñedos, con la alquimia del caso, no tiene comparación alguna por más que se hagan esfuerzos de toda naturaleza, sobre todo de orden publicitario.
No existe por tanto riesgo de originarse «un conflicto internacional» como insinúa el mentado Pérez, que entendemos lo expresa con humor dinerario, direccionando sus comentarios a favor de los productores del sur de la región. De haber leído un poco más sobre el origen del pisco, de seguro que no se habría embarcado en el error y tampoco se hubiera expuesto a quedar mal parado. No precisamente por haber ingerido entre pecho y espalda más de un «chivatazo» sino más bien por negligente e ignorante.
Sin embargo, lo ocurrido da lugar a que recordemos cómo es que llegaron las vides a estas partes del sur del continente. Esto ocurrió poco tiempo después de 1535, cuando fue fundada la «Ciudad de los Reyes» o sea Lima. Con la construcción de las primeras iglesias, también hubo necesidad de celebrar misa y esta a su vez demandó la presencia del vino. Por entonces, Pizarro y quienes le rodeaban también mostraban afecto por esa bebida y otras más fuertes. Así fue como tanto por razones litúrgicas y envidiables gustos del conquistador y sus seguidores fueron sembradas los primeros sarmientos. Almagro aún no había iniciado su expedición a Chile y menos pensado en llevar plantaciones de uva.
Existen pruebas, además, respecto a la primera llegada de la vid al entonces virreinato del Perú. Esto ocurrió en la primera mitad del siglo XVI luego de su embarque en las Islas Canarias. Francisco de Caravantes fue el importador genial al compás de coplas como aquellas que dicen «palmero sube a la palma, catay catay, y dile a la palmerita, que mi amor la necesita, chumay, chumay…» Bueno de esto último hablaban con mejor conocimiento Durand, el difunto catedrático de San Marcos, los hermanos Augusto y Elías Ascuez y, desde luego Montes y Manrique, Gamarra, Salerno, Gariboto, posteriormente Huambachano y Pizarro, esos memorables cantores de Abajo el Puente, hoy distrito del Rímac. Me relevo por eso de mayores comentarios. Allá por los siglos XVI y XVII este territorio ya era el principal productor vitivinícola, incluyendo en el rubro al pisco. Ica como Lima, Moquegua y Tacna alcanzaron fama y en 1572 surge con una dinámica extraordinaria el pueblo Santa María Magdalena del Valle de Pisco, hasta contar con puerto propio, como embarcadero trascendente como el porteño Callao.
Pero si de nombre se trata, es suficiente que se recurra al origen de la palabra quechua. Las crónicas de la época citan además de pisco, también a piscu, pisku, phishgo y pischu. Los habitantes de la zona, alfareros de nombradía denominaron a las botijas de arcilla con el nombre de piskos, para conservar en ellos las bebidas alcohólicas. De allí el porqué del nombre del envase que salía desde el puerto hacia el sur y el norte del continente y aún hacia otros continentes, como Europa. Inglaterra, España, Portugal, América del Norte, Guatemala, Panamá han sido testigos de ello.
Los profanos en el tema pisquero, por lo demás, tienen a la mano, muchas fuentes informativas. Existen valiosos estudios de investigadores y escritores chilenos que dan fe de esto, con seriedad científica e hidalguía que los honra. En nuestra relación figuran Jorge Flores Ochoa, quien expone que el pisco comenzó a elaborarse en Ica, embarcado en el puerto de Pisco y exportarse a lo largo del sur, llegando luego a los pagos de la estrella solitaria. Hernán Cortés Olivas cita que en 1732 se habla del pisco en los sectores populares santiagueños, para ascender luego a la sociedad colonial tanto en ese mismo siglo XVIII como en el siglo XIX.
Juan Manuel Vial, Justo Abel Rosales, afirma a su vez que el término pisco arriba a Santiago con el retorno de la Expedición Libertadora, en 1825, coincidiendo en lo mismo con Hernán Iyzaguirre Lyon. En este recorrido nominal debe citarse también a Aníbal Echevarría, Manuel Antonio Román, Rodolfo Lenz, José Toribio Medina y Oreste Plath. A fines del siglo XIX e inicios del siglo XX la producción de piscos estaba a cargo de pequeñas destilerías.
Dice el cuestionado Pérez que respecto al origen del pisco hay un debate donde también interviene Bolivia. Esta afirmación carece de valor. En el país del Altiplano existe desde tiempos muy antiguos el Singami o Sinkami. Proviene de la familia del aguardiente de uvas. Pero de vides que tienen que sembrarse encima de una altura mínima de 1,600 metros sobre el nivel del mar. Tiene en consecuencia su propia identidad. La destilación requiere, como en el caso del aguardiente chileno de ajustes en la graduación alcohólica. Para ello la alquimia recomienda un agregado de agua pura. En consecuencia podría llamarse pariente del pisco, pero con cuerpo propio. Y tan es así que su elaboración se remonta a la época colonial, cuando la explotación minera de la plata por los españoles hizo que se utilizaran los valles del Potosí para la siembre respectiva. El proceso de elaboración de tal bebida resultaba entonces difícil por las condiciones geográficas y climáticas, así como su propia conservación. Surgió entonces el Singami o Sinkami, base fundamental hoy día de la sabrosura del «chuflay», el «poncho negro» y el «yunganito».
Tal la verdad contada en parte por Juan de Dios Mejía Romero, quien recorrió en las primeras décadas del siglo XX los bares del Country Club, Bolívar y el mismo Morris Bar, llevando sus conocimientos y experiencias de barman o simplemente cantinero de ilustre prosapia pisquera. A las pruebas me remito y ¡salud con pisco que es del Perú!