No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte de vida, y, con ello, una orientación decisiva (Benedicto XVI). todas las iglesias de inspiración cristiana entienden que la revelación no es en primer lugar una comunicación sobre las verdades de dios, sino que es cristo que se da a conocer en la intimidad de la persona como del amor que da sentido a su existencia. la revelación de dios no puede agotarse en los hechos históricos de salvación y anuncio de los profetas sin la relación personal que penetra el corazón de cada uno. la fe no se limita a las frases que se la expresan, sino que llega a la realidad de dios que se manifiesta en el hombre. el nuevo mandamiento de amor que cristo anuncia en la última cena, es la ley interna que el espíritu santo infunde en nosotros. él nos capacita para amar porque él es el amor. la ley del amor es la ley esencial del hombre nacido de nuevo (Juan,3,5).
La gran diferencia con la ética de otros pensamientos está en que el cristianismo arranca siempre, como podemos observar en los evangelios, con una invitación de Cristo al “cambio” o “conversión” (metanoia) de la persona para poder cumplir con los valores del encuentro. El hombre no puede conocer verdaderamente a sí mismo sin comparase con el ejemplo de Cristo. «Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tu no lo desprecias (Salmo 50).
El Evangelio señala que la transformación de la sociedad empieza principalmente con una transformación del hombre. “Sepan entonces con seguridad toda la gente de Israel, que Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quién ustedes crucificaron”. Al oír esto se afligieron profundamente y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro contestó: “Arrepiéntanse, y que cada uno de ustedes se haga bautizar en el Nombre de Jesús”, el Mesías, para que sus pecados sean perdonados. Entonces recibirán el don del espíritu Santo”. (Hechos, 2, 36-38).
Dios no es origen del mal. Dios no manda a castigar. El hombre está al origen del mal. “Señor, reconocemos nuestra piedad, la culpa de nuestros padres, porque pecamos contra ti. No nos rechaces, por tu nombre, no desprestigies tu trono glorioso; recuerda y no rompas tu alianza con nosotros” (Jeremías, 14,17-21).
“Después de que tomaron preso a Juan, Jesús fue a Galilea y empezó a proclamar la Buena Nueva de Dios. Decía: ‘El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca. Renuncien a su mal camino y crean en la Buena Nueva’” (Marcos, 1: 14). “Vayan y aprendan lo que significa esta palabra de Dios: ‘Me gusta la misericordia más que las ofrendas. Pues no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores’” (Mateo, 9: 13). “Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se convierten de corazón” (Salmo 84). “Oh Dios, crea en mi un corazón puro, renuévame, por dentro con un espíritu firme” (Salmo 50). En su última aparición a los apóstoles Jesús dijo: “Todo estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a las naciones, invitándolas a que se conviertan” (Lucas, 24: 46-47).
“Muy por el contrario, empecé a predicar, primero a la gente de Damasco, luego en Jerusalén y en el país de los judíos, y por último en las naciones paganas. Y les pedía que se arrepintieran y se convirtieran a Dios, mostrando en adelante los frutos de una verdadera conversión” (Hechos, 26: 20). Se trata de una experiencia para adquirir la nueva humanidad, vivir la hermandad. Jesús explica simbólicamente esta “conversión” o “seguimiento” cuando lava los pies de sus discípulos: “¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado ejemplo, y ustedes deben hacer como he hecho yo” (Juan, 13: 12-15). El encuentro con Jesús se realiza en la forma de seguir su ejemplo, pero el seguir empieza con la conversión. Leemos en I Pedro, 1,22-23: “Al aceptar la verdad, han logrado la purificación interior, de la que procede el amor sincero a los hermanos; ámense, pue unos a otros de todo corazón, ya que han nacido esta vez, no de semilla corruptible, sino de la palabra incorruptible de Dios que vive y permanece. Pues toda carne es como hierba y su gloria como flor del campo. La hierba seca y la flor cae, pero la palabra del señor permanece eternamente. Esta palabra es el evangelio que se les ha anunciado a ustedes”.
Nuestra vida recibe un sentido nuevo. Es el sentido que nos permite sobrepasar a nosotros mismos. Se establece una dimensión totalmente nueva en nuestra vida y entre nosotros. Él está aquí entre nosotros. Su presencia nos transforma. Nos transformamos en personas que aman. Decidimos quedarnos en su amor. No nos cerramos en nosotros mismos ni en nuestro ambiente sino vamos a buscar el bien de todos. “Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (San Juan;15, 10). Encontramos a Dios en lo más profundo de nuestra existencia, la conciencia, donde suscita la oración.
Dios se manifiesta en los comportamientos humanos que posibilitan una vida digna. Donde hombres se sacrifican para una buena causa, encontramos la presencia de la transcendencia. Es una historia de una vida cristiana. La Iglesia siempre hace referencia a la vida de los santos, los hombres que se sacrificaron por las causas nobles. El hombre autónomo vive dentro del misterio de Dios. La oferta de Dios está escondida en la iniciativa de la respuesta de fe de los hombres. No es una oferta que se puede demostrar científicamente. Es una verdad diferente. La oferta de Dios se hace transparente en la historia cuando el misterio se derrama en los comportamientos humanos que realizan algo de bien. La fe en Dios tiene una base histórica en la autonomía humana que acompaña a Dios para realizar el bien.
La pertenencia de la persona a los valores solo puede crecer en la medida que la persona se identifique con esta experiencia. La persona debe tener conciencia de esta pertenencia, cultivarla y así desarrollar su propia personalidad (Giussani, 1995). “Hermanos, pongan más empeño todavía en consolidar su vocación y elección. Si obran así, ni decaerán, y se los facilitará generosamente la entrada al reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro, 1, 10-11). «Crea en mí, oh, Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un firme espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación y afiánzame con un espíritu generosa» (Salmos, 50). Dios ha revelado, en Jesucristo, como actúa y lo que él es. «Acójanse unos a otros como Cristo los acogió para la gloria de Dios» (Romanos,15,7). «Más bien seamos buenos unos con otros, perdonándose mutuamente como Dios nos perdonó en Cristo» (Efesios 4,32)». El cristiano pertenece al misterio de Dios. Cristo opera en nosotros las energías de nuestra relación con él y con los otros hombres. La ética cristiana es la de un discípulo que sigue el modelo de su maestro. Su vida debe ser un testimonio.
La metanoia implica haber saldado cuentas con el pasado y afrontar confiadamente el futuro. Un futuro que permanece abierto, que no excluye el riesgo ni puede ser garantizado por medio de teorías. La redención no es simplemente perspectiva de un futuro nuevo; lo es por una superación de la historia en el sentido de reconciliación con el propio pasado, de tal manera que vuelva a ser posible confiar en el futuro (Schillebeeckx, 2010: 630).
La humanidad es una sola unidad con un destino común. La dialéctica violenta del amigo-enemigo solo ha contribuido a empeorar la situación. Hoy en día se podría destruir todo el planeta. Solo los principios éticos pueden cambiar las responsabilidades políticas, económicas y los sistemas. Se necesita una nueva cultura; es decir, una cultura con valores.
Este nuevo espacio se realiza parcialmente en nuestra historia personal porque va acompañado con la miseria, producto del abuso de la libertad. Expresamos nuestra indignación por tanto sufrimiento de injusticia en una protesta contra Dios o bien seguimos confiando en Dios, el sentido de nuestra existencia. Caminamos en este mundo en compañía de amistades y no solo de encuestas, estadísticas, derrotas de finanzas y cálculos de poder. Se aprende a hacer prevalecer el amor sobre el odio. La historia no es una casualidad sino una construcción de todos juntos hacia un fin. Para el creyente, la otra persona tiene un destino. No es un átomo sin rumbo en un universo sin destino, al azar, sino una historia de salvación de un pueblo. Dios se manifiesta en los comportamientos humanos que posibilitan una vida digna. Es una historia de vida digna. “Por consiguiente, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, y especialmente a los de la casa, que son nuestros hermanos en la fe” (Gálatas, 6: 10). “Procuren todos tener un mismo pensamiento y un mismo sentir: con afecto fraternal, con ternura, con humildad. No devuelvan mal por mal o insulto por insulto; al contrario, respondan con una bendición, porque para esto han sido llamados: para heredar una bendición” (I, Pedro, 3: 8-9).
El bienestar moral del hombre nunca puede garantizarse a través de estructuras, por muy válidas que estas sean. La ciencia no puede redimir al hombre. Las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una comunidad existen convicciones. La libertad necesita una convicción. La convicción no existe por sí misma, ha de ser conquistada siempre de nuevo. El hombre necesita la conversión para adquirir la convicción que orienta su libertad hacia el bien.
Toda persona que está en Cristo es una creación nueva (II Corintios, 5,17).
“El Evangelio es la fuerza de salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la escritura: ‘El justo vivirá por su fe’” (Romanos I, 17).
La fe es el reconocimiento de que hay una presencia entre nosotros de Otro que es el significado de nosotros mismos. Esto implica un cambio de la conciencia que tenemos de nosotros mismos […] Este cambio del concepto que tenemos de nosotros mismos es la “metanoia” evangélica, en resumen, la conversión. Este nuevo contenido de la conciencia es, literalmente, la memoria de Él, de Cristo. Toda la lógica de mis actos tiene que tender a derivar de este reconocimiento, pues todos los actos derivan de la forma de conciencia que tiene uno de sí mismo, ya que nuestros actos no son más que intentos de proyectar en las relaciones de espacio y tiempo la conciencia que tenemos de nosotros mismos. Por la diferente conciencia que tenemos de nosotros mismos, tienden nuestros actos a producirse de manera distinta. De la caridad, que nos hace reconocer a Cristo, brotan actos cuya ley es la caridad (Giussani, 1996: 187, 188).