Trujillo, gloria y barbarie

 

El 7 de julio de 1932, la historia se detuvo por una semana en Trujillo. En las calles desapareció el trato de “usted” y todos se llamaban “compañeros”.

La noche del 24 de diciembre de 1931, algunas señoras sacaban el pavo del horno en Trujillo.

De pronto comenzaron a escucharse estallidos de metralla. En la silenciosa ciudad de entonces, habló y resonó la muerte, y todos la escucharon durante 30 minutos que se hicieron eternos.

¿Qué había ocurrido?… En el local del APRA, frente a la catedral, centenares de familias gozaban de una cena pascual. Sin embargo, el correteo de los niños y los villancicos fueron de súbito interrumpidos por el seco tableteo de las ametralladoras.

El gobierno del comandante Luis M. Sánchez Cerro había decidido amedrentar a los ciudadanos que creyeran en la necesidad de un cambio radical en la injusta sociedad peruana. La central nacional de los trabajadores había sido cerrada. Víctor Raúl Haya de la Torre fue encarcelado. Otros luchadores sociales sufrían persecución o eran víctimas de secuestros y asesinatos.

Aquella noche en Trujillo, el ejército irrumpió por la cocina en el local aprista. Ametrallaron a las mujeres que preparaban la cena pascual. Igual suerte corrieron sus compañeros y sus hijos pequeños. Hubo decenas de muertos y heridos.

En otros lugares del país, se sucedieron sangrientos atropellos como el de aquella desdichada Navidad.

Ello explica en parte lo que ocurrió en la ciudad norteña el 7 de julio de 1932. El pueblo se levantó allí contra la dictadura. Manuel “Búfalo” Barreto, un obrero de la caña de azúcar, capitaneó la rebelión. Armados de machetes, los campesinos de Laredo tomaron el cuartel y se apoderaron de los cañones. Por desgracia, “Búfalo” cayó atravesado por una bala al entrar a la cabeza de los suyos. En el mando, le sucedió Alfredo Tello Salaverría, un valiente maestro de escuela de apenas 23 años. Luego se alzó la bandera roja sobre la prefectura y el pueblo se movilizó para defender la ciudad y gozar de la libertad recién ganada. Otras localidades se plegaron a la revolución.

No era solamente la cólera de los justos aquello que los empujaba a la contienda. Desde comienzos del siglo XX, los sueños de la utopía social se habían propagado por el Perú y había llegado hasta quienes más requerían de una esperanza. Semiesclavizados, los trabajadores de las grandes haciendas recibían su salario en especies alimenticias y coca. Además soportaban castigos corporales que podían llegar hasta la mutilación y la muerte.

La prédica anarquista del maestro Manuel González Prada y la acción sindicalizadota de los anarquistas habían llegado hasta ellos. Se debe comprender por qué prendieron allí antes con cualquier otro lugar las lecciones del APRA, un movimiento que propagaba la idea de la unidad latinoamericana, la nacionalización de tierras e industrias y la liquidación del feudalismo agrario.

El 7 de julio de 1932, la historia se detuvo por una semana en Trujillo. En las calles desapareció el trato de “usted” y todoS se llamaban “compañeros”. Los universitarios apostaban a que la suya iba a hacer una revolución tan trascendente como las de México y Rusia.

El ejército atacó la ciudad por aire, mar y tierra. Todos se aprestaron a vivir los escasos días de la libertad entre las barricadas de la ciudad rebelde. Una sola mujer, “la laredina” contuvo a un ala del ejército. Los trujillanos ganaron una batalla tremenda en La Floresta.

A la hora de su triunfo, las fuerzas del gobierno fusilaron a 5 mil personas, y se inició una persecución feroz que duraría décadas. Y sin embargo, en la cárcel, en la pobreza o en el exilio, los sobrevivientes guardaron como tesoro su esperanza.

 

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