He ingresado al bar por enésima vez y el altar luce atiborrado de botellas. Entonces me siento un poseso con una sed descomunal. Frente a una barra de un bar uno es inmortal porque el aroma a la muerte desaparece y u cielo de sueños me atrapan con la sed más deliciosa. Toda mi reverenda vida está en los bares y de ahí he robado su belleza y poesía. Soy acolito de sus brebajes y un monje de su religión. Los bares son el poema que siempre quise escribir y el texto que me haga sobrevivir.
Por ello en los bares de Lima solo soy limeño. Y Lima es megalópolis mudable y versátil. Asiste a su tradición criolla, a su orilla provincial, a su vacuna voluble de lo foráneo, el apegó al canon templado del murmullo. Digo de Lima urbana no de la nueva ciudad de playas al sur de sus horizontes. En la travesía por los bares de Lima para construir un catastro con los hitos que forjan las edades, las amistades y las soledades desde la perspectiva de las copas y el tour de la memoria, debe restituirse la institución del bar. Cierto, es aquella que forja su propio mapa sólo de acuerdo a las amistades, ese rol de los cariños sin BlackBerrys para los más entrañables amigos.
Bares como anuncios de una vida con estaciones y rituales. Hitos de la existencia redentora. Templo del arrepentimiento. Clínica para recargar las palabras. Uno puede ser de El Cairo o Buenos Aires. Uno es su bar y su tiempo. En Lima o Río, los bares no son estaciones ni pretexto para perder la existencia, al contrario, son los espacios públicos para hacer digna la vida privada. Sólo los imbéciles no tienen bares en su memoria ni en sus ternuras. En el bar uno grita en semitonos regulables. Uno raja con sonrisas. Uno seduce enseñando los colmillos. Uno enamora como rezara a Santa Rosita. Uno espera a la amante que tarda porque está enamorada y eso es bueno para los amores contrariados mientras se pide el último Chilcano jamás café.
Ahora que observo el viejo edificio del bar Queirolo, sé que con el hígado antes que con el corazón fui testigo de ese amor perdido. En el bar los parroquianos ilustres se conocen a través de la barra y la sabiduría del codo lo hace a uno distinto por ser militante del desprendimiento. Por ello el bar tiene el don de docilizar al indócil aun cuando el intolerante siga siendo intolerante. Entonces uno es observador y ácido comentarista del todo. De los cariños más fieros, de los diálogos o susurro que se hacen teoría y praxis en la otra familia, la que uno encuentra en esa civilización que puebla los bares. Lima escribe su destino en un bar. Esta, es parte de su geografía y me embriaga la emoción líquida de las ternuras.
Ante esta Lima del siglo XXI donde los espacios urbanos públicos son privados. Frente a esta Lima que es hoy urbe sexual de un mercado barato de la carne que ha forjado la pandemia urbana de los hostales. En la ciudad de los besos de parques míticos que habitan en la exclusión proterva de las rejas, la ciudad ha generado un sentimiento de lo “caleta”, aquel síndrome amariconado, esa filosofía de beata pecaminosa que espera esconderse en la 4×4 del gerente y una práctica de la tarántula, ese arácnido que abre las piernas para trepar. Ante todo ello, los bares son la salvación. Se asiste con tenacidad porque ya no hay lugar en este cielo citadino y si es de noche mejor. Su cultura vicaria remplaza al diván y al confesionario.
La Lima de Valdelomar o de César Moro o de Raúl Porras Barrenechea era entendida como una comunidad rigurosamente oral. El limeño era conversador y desparpajado, respetuoso y conchudo simultáneo. La lengua secuaz forjaba la metrópoli y no al revés. Hoy habitamos en el espacio contrario. La tramoya limeña de hogaño construyó un habitante silente, pusilánime y verraco. Qué hubiese dicho Ricardo Palma o Adán Felipe Mejía “El Corregidor” si nos vieran. Nada, que así como el burdel, el valse criollísimo, la picante oralidad limeña no existen más.
Cuando se quiere tipificar al limeño se dice que es conversador. Esa tesis del citadino lengüilargo es falsa. Según la escenografía urbana, todos conversan pero el hecho que tenga la mano en la oreja a partir de los teléfonos móviles, es falaz. Sólo se conversa mirándose a los ojos, cuán distinto es hablarle a un aparato. Los celulares, en definitiva le han restado al limeño dilección. Por eso los bares y algunos cafés resultan los bolsones de resistencia contra esa mudez de Babel que nos convierte en sordos de solemnidad. Repito, el bar es el reducto o burladero cálido contra la agresividad de la calle. Pero debo parafrasear a Savater, en aquello que los cafés son de esencia maternal hospitalario: vr. gr.: sus asistentes necesitan de un temperamento robusto para no ser abrigados y anulados por esa aterciopelada matriz.
En la vicaría nocturna limeña que habita en territorios sonoros coexisten temperamentos fuertes y rebeldes para no abatirse por la aterciopelada inseguridad cruenta. Es así que la posmodernidad es harto inestable, un rubor efímero los traspasa de rumor. Y el mito urbano de los bares habla de hechos remotos, hazañosos y alegóricos. Y el Centro de Lima está apuntalado por sus quimeras y leyendas. El envés de la cultura oficial. Lo clandestino cómplice, el reverso de la otra vida urbana. El mito es así, lo colectivo soñado, lo entrañable del pecado, el tufo, el cigarro, los cuerpos excitados, la confesión y el anecdotario más íntimo. Lima es megalópolis mudable y versátil. Asiste a su tradición criolla, a su orilla provincial, a su vacuna voluble de lo foráneo, el apegó al canon templado del murmullo. Ya lo dije, los bares son aquellos campos electromagnéticos de las ciudades. Los hitos de la arquitectura que diseña los afectos. Con el bares como el Queirolo, por ejemplo, se cumplen los cinco requisitos de una cantina decorosa. Buen barman, excelentes piqueos, mozos silentes, un sabio como administrador y una barra con estribo. Yo me permití adicionar otras condiciones más como un par de senos implantados.
Fue en el bar Queirolo el antro de la iniciación. Entonces el ron Cartavio era ese elixir del que hablaba el capital [de imágenes] de Groucho Marx. Vinces Davis, el poeta de Tumbes fue nuestro maestro del arte de la vida. Sus frases latigueaban rotundas. Ama a tu padre, detesta a los curas, cómprale un clavel a la vieja, nos decía. Amador Guimoye era el otro oráculo. Y cierto, uno aprendió filosofía, barrio y finta, y la poesía cruel de no pensar más en ella. Más allá, el bar Cordano era otra isla pero eso amerita otra historia.
Y en el Carbone conocimos a Vallejo, filudo y huesudo [Alejandro Romualdo dixit]. Antes, en el bar Zela de la Plaza San Martín sentí el tufo arrecho de Sérvulo Gutiérrez y con Felipe Buendía entendí porque Dvorak había animado a los arquitectos del bar del hotel Bolívar. En el Café de France, frente al cine Le Paris, conocí a Isabella. Por ella tengo un lunar funesto en mi costado izquierdo y, con César Calvo, en el Versalles, comprendí que todo es cuestión de tiempo. Ah, pero que sería de mí sin las noches en el América, con jazz intramuscular, hierba para el cerebro y un verso que se quedó en la última servilleta azul. Ya lo dije, los bares son aquellos campos electromagnéticos de las ciudades. Los hitos de la arquitectura que diseña los afectos.
Camino del puente
La vicaría nocturna limeña habita en territorios sonoros esencialmente hospitalarios maternos. Ahí coexisten temperamentos fuertes y rebeldes para no abatirse por la aterciopelada seguridad cruenta. Es así, en barrios como Surco, Barranco y Miraflores donde la posmodernidad es harto inestable, un rubor efímero los traspasa de rumor. Lima es megalópolis mudable y versátil. Asiste a su tradición criolla, a su orilla provincial, a su vacuna voluble de lo foráneo, el apegó al canon templado del murmullo. Digo de Lima urbana no de la nueva ciudad de playas al sur de sus horizontes. Solo en Lima, Asia queda en el sur y no en el lejano oriente. Asia playera pasado el Km 66 de la Panamericana Sur, contrasta su ruido tornadizo a una Miami flotante, con el susurro clásico de la cofradía noctívaga de la Lima sacramental. El comparar una con otra es solo el cotejo a partir de los decibeles. Luego, el limeño de arraigo es genéticamente silente, más de noche que de día.
Llego al Surco moderno, el de la zona de El Polo. Aquí se nota el engorde la nueva clases media. Es boyante hasta el gris de su mollera comercial y doméstica. Un nuevo estilo de vida de comodidad remplaza al remanido nivel socio económico de los libros comerciales. Ya desde el Puente Primavera la luz es estruendosa. Molls de ralea, tiendas por departamentos con chart y olfativo decoro. Restaurantes de sello japonés y hiato argentino compiten con las grandes líneas del masticar chatarra. El paisaje lo completan los coches Rav4 y los bólidos plateados de sello europeo ensordecedores de resplandeces que hienden la noche apacible de la lencería barrial.
El Depeche Order The Club es una ‘disco’ en el segundo piso del Centro Comercial El Polo. Y es un viernes justificado por los hedonistas del buen clima laboral. Aquí se celebra el “Chic nigth”, es decir, la noche de la esbeltez y casticismo. Asisten damas de aticismo y estilo. Alcanzo a leer en la puerta: “Ingreso libre para ellas hasta las 12 AM solo con lista”. Más allá, discretamente dice: “Open bar de champagne para ellas hasta las 12 AM”. Christian Bravo es un conocido chef amén de Dj, diseñador gráfico, conductor de televisión y vamos, un empresario acorazado del atrevimiento. La ‘disco’ es suya como otros refugios sensualistas, a saber, la cadena Bravo Restobar y otros escondrijos del apasionamiento.
La feligresía la componen sobre todo damas de efectos ejecutivos. Uno sabe que tienen sus 30 años bien vividos. Otra cosa es la clonación estética. Los 30, cierto, la mejor edad especulativa. Ni tan tiernas ni tan maduras. “Son noventeras en música pero más jóvenes en otras zonas del discurso” me dice Jairo, un mozo que es alumno de mi universidad. Hay una conducta ‘nice’, cierto. Es la tendencia y el design. Los habitantes del ejido más que contextuales organizan su figura sabiendo que aquello que los rotula los define inmersos en el proceso previo de configuración mental. Ello, la ‘pre-figuración’. Son cuerpos textuales de signos en conflicto. La moda, el movimiento, los tips. Saben, las chicas, que liberadas de conductas rutinarias, habitan en el desuso de la inventiva perpetua. Así se tornan apetecibles, luego hay una inmersión en sus microconductas coactivas. Ríen en desenfado, bebe con avidez, agua o tragos, sudan humedecidas de ritmos monocordes, plúmbeos, pesados en la liviandad. Del spa o de la corporación, llegan en bandadas para atrapar el duende de medianoche que vigila sus intimidades.
Los caballeros son una resta de gestos altisonantes. Salen de la bruma nocturna a lucir el viril sosiego de su billetera. Su cacería donjuanesca alcanza la barra, los ‘on the rock’ de reglamento, la sonrisa gestosa del latin lover hoy en función del coaching corporativo y su branding emocional. La ‘disco’ ofrece asociarse a la membrecía. Aquello te exonera del pago de los 50 Soles por la entrada y puedes ingresar con tres amigos. Los caballeros son hoy minoría. Las socias de la ‘disco’ organizan listas para que se les reserve lugar para 20 a 50 personas. Cuando se instala la medianoche el sitio es trajinado por aromas del perfume fachoso, la agitación hormonal, las pelvis amotinadas, el seso a punto del estallido.
Evidente, hay un amarre con Johnnie Walker Black Label. El whisky auspicia cuanta noche con rótulo se organice. Mañana es el “Delite noche”, antes fue el “Fresh and flashy” con 2×1 hasta las 12 AM y el “One man party Johnnie” que por una botella de whisky viene de cortesía media más. Pero lo que más atrae de la ‘disco’ son sus apartados y sus listas. Las cámaras retratan a los cuerpos atléticos en cyber-shot y en 3D. Así, la ‘disco’ es vitrina funcionalista. Se luce para el goce autogenerado. Se gasta para el mercadeo del facebook y otras redes sociales. Se atrae porque se luce aquello que se esconde solo para pasadas las 12 de la noche.
Haití queda en Miraflores
Conocí a Abdón Quispe de rojo. El rojo del Bloody Mary. Quispe es el mozo más antiguo del Haití, el café bar de Miraflores que ya cumple cerca de medio siglo. Quispe ordena la atención del establecimiento desde la 7 de la mañana y espera mi llegada. De un tiempo a esta parte sólo me saluda y me sirve lo mismo. Es sabio porque me habla cuando me ve contento y no dice palabra las pocas veces que llego amargo. Quispe es mi cómplice más que socio y mi sicólogo más que barman. En el verano de 1962, al inicio de la bajada a los Baños de Miraflores, llegué al café de la mano de unos tíos. Yo venía de Surquillo en los extramuros de la alameda Ricardo Palma. El Haití fue un deslumbramiento. Junto al cine El Pacífico me arrebataron la infancia. Con el tiempo dejé los helados y las bizcotelas. Con los años Quispe me enseñó que el rojo era el color de la memoria y el Haití el territorio mayor de los afectos.
En la escritura del primer Vargas Llosa, desde Los Jefes pasando por Los Cachorros y hasta La Ciudad y los Perros, se esparce la geografía miraflorina. El área tiene aromas a calles arboladas, casonas rumorosas, uno que otro cine, y el brillo del Café Haití. La escenografía se completa con jóvenes deseosos, muchachas erizadas, rockanroleros pelirrojos. Aquella fue mi educación sentimental-escribal. Las calles Porta y Ocharán, los parques Central y Salazar. Su literatura es soleada o de nieblas y casi no describe la noche. Varguitas se acuesta temprano. Aún así, el Haití forma parte de su firma aunque el toma milkshakes y sodas. Sus personajes son su alter ego mirándose en los espejos del café. Cuando habla de las enamoradas todas son asexuadas. Sólo sus damas de vagina habitan en La Victoria o Lince. Cuando cita burdeles o cinemas de barrio siempre se equivoca.
Ergo, tiene razón. Lima no es urbe de cafés, sí de bares. Los pocos que se nombran hoy están cerrados o se convirtieron en farmacias. El mismo Haití tenía local al costado del Palacio de Gobierno y ya no existe más como no existe el Centro de Lima. Otro peruano apóstata y otro imaginario han desplazado de la capital su prez y su solera. Lima cuadrada fue tomada por los cholos, aquellos que a su vez llegaron desplazados y hambrientos de otros terruños y de otras layas. Lima no tiene cafés ni tiene novela, sí poesía. Conversación en la catedral de MVLl. y En octubre no hay milagros de Oswaldo Reynoso son las únicas novelas-urbe. Por eso lo limeño no goza de cimientos históricos y sí es profuso en su nerviosa melancolía, aquella prostituta de los recuerdos.
Los espacios urbanos públicos son privados. El mercado barato de la carne ha forjado la pandemia urbana de los hostales. Los besos de los parques también habitan en la exclusión proterva de las rejas. Por eso Lima ha generado un sentimiento de lo “caleta”, un síndrome amariconado, una filosofía de monja arrecha que espera esconderse en la 4×4 del gerente y una práctica de la tarántula, ese arácnido que abre las piernas para trepar. Los bares son la salvación. Se asiste con tenacidad porque ya no hay lugar en este cielo citadino y si es de noche mejor. Su cultura vicaria remplaza al diván y al confesionario.
La Lima de Valdelomar o de César Moro o de Raúl Porras Barrenechea era entendida como una comunidad rigurosamente oral. El limeño era conversador y desparpajado, respetuoso y conchudo simultáneo. La lengua secuaz forjaba la metrópoli y no al revés. Hoy habitamos en el espacio contrario. La tramoya limeña de hogaño construyó un habitante silente, pusilánime y cojudo. Qué hubiese dicho Ricardo Palma o Adán Felipe Mejía “El Corregidor” si nos vieran. Nada, que así como el burdel, el valse criollísimo, la picante oralidad limeña no existen más.
La tesis que denota al limeño de hoy lengüilargo, según la escenografía urbana, porque tiene la mano en la oreja a partir de los teléfonos móviles, es falaz. Sólo se conversa mirándose a los ojos, cuán distinto es hablarle a un aparato. Los celulares, en definitiva le han restado al limeño dilección. Por eso los bares y algunos cafés como el Haití resultan los bolsones de resistencia contra esa mudez de Babel que nos convierte en sordos de solemnidad. Repito, el café es el reducto o burladero cálido contra la agresividad de la calle. Pero debo parafrasear a Savater, en aquello que los cafés son de esencia maternal hospitalario: vr. gr.: sus asistentes necesitan de un temperamento robusto para no ser abrigados y anulados por esa aterciopelada matriz. Uno grita en semitonos regulables. Uno raja con sonrisas. Uno seduce enseñando los colmillos. Uno enamora como rezara a Santa Rosita. Uno espera a la amante que tarda porque está enamorada y eso es bueno para los amores contrariados mientras se pide el último café.
Con el Haití se cumplen los 5 requisitos de un antro decente. Yo me permití adicionar 2 condiciones como un par de senos implantados a Olenka Zimmerman. Amplias ventanas para el fashion autofachoso y mesas en la vereda para rozar de ojos los cuerpos del delito púbico antes que público. Ahora, desde una de las 35 mesas, observo el tráfago del barrio acomodado. Ya no es el Miraflores de Julio Ramón pero hay noche en que me quedo con Toño Cisneros ordeñando las gotas finales del yerro curalisio. No obstante, el Haití goza de buena salud a pesar de ser testigo de 14 presidentes de la República como 14 países distintos. Del presumido Prado al martillero García.
Hoy el café o cantina rave luce desde siempre la elegancia y esplendor art-deco y reza en una de sus paredes de madera enchapada: “capacidad 250 personas”. Su fauna cambia con las horas. Los tufos se amanceban según corre el día. Por las mañanas los planilleros hush puppies de corbata y preocupación bursátil; al mediodía los maduros prostáticos del safari cárnico; en las tardes las tías dedo meñique, por la noche la bohemia ochentena en fusión con el onegeismo ligth; más tarde la gente retro sport chic, las de la ‘lipo’, los detectives salvajes, los perfectos solitarios en la borrasca final de su último verano.
Otros cafés existen allá y acullá. Ninguno como el Haití. Los postmodernos se irán a Larcomar, a Dasso, al San Antonio, al Tanta, a La Bombonniere, al Pharmax y hasta al Bohemia. Los hipermodernos, a la manera de Lipovetsky, recularán en el chisme canicular de los antros de Asia y su surfing racista pero de ellos no hablo porque ya no son limeños. Yo que persigo el pátisserie & delicatesse de mis 50 años, digo que mientras el mozo Quispe exista no me faltará el púrpura escarlata del Bloody Mary en mi mesa del Haití, mis amigos de Hora Zero celebrando el último libro y una mirada pernil desde el salón de damas a ver si soy yo aquel que sueña que la besa.
La noche es mi día
En la travesía por los bares de Lima para construir un catastro con los hitos que forjan las edades, las amistades y las soledades desde la perspectiva de las copas y el tour de la memoria, debe restituirse la institución del bar. Cierto, es aquella que forja su propio mapa sólo de acuerdo a las amistades, ese rol de los cariños sin BlackBerrys para los más entrañables amigos. Bares como anuncios de una vida con estaciones y rituales. Hitos de la existencia redentora. Templo del arrepentimiento. Clínica para recargar las palabras. Uno puede ser de Singapur, El Cairo o Buenos Aires. Uno es su bar y su tiempo. En Lima o Río, los bares no son estaciones ni pretexto para perder la existencia, al contrario, son los espacios públicos para hacer digna la vida privada. Sólo los imbéciles no tienen bares en su memoria ni en sus ternuras.
En la cuadra 7 de la avenida Bolognesi se ubica La Noche de Barranco. Es centro cultural, teatro y sobre todo bar. Charo Torres es una española que llegó en mal momento y sigue con la propiedad todavía. Allá, a inicios de los noventa, mientras Lima era un polvorín como retrato de un país envuelto en la “guerra sucia”, Charo trabajaba en proyectos de responsabilidad social en Villa El Salvador, la comunidad autogestionaria al sur de Lima. De esa época es su romance y matrimonio con el dramaturgo peruano Manuel Luna. En el verano de 1991 mientras recorrían el viejo barrio de Barranco descubrieron una añosa casona a punto de ser demolida. Preguntaron cuánto costaba. Empeñaron hasta la furgoneta y se vinieron a vivir al ancestral barrio de los poetas José María Eguren, Martín Adán y César Calvo. Enamorados de su pasión restauraron la casa y fundaron un café para sobrevivir con el teatro, la música y la literatura.
Han pasado raudos veinte años y La Noche de Barranco es hoy con su antigua casona el “Centro Cultural” de los balnearios del sur por antonomasia. En su barra, desde entonces, más que ciencia genera conciencia. Su gramática es glocal –global y local—en el sentido del trío de dos, Deleuze & Guattari, quienes reivindica el proyecto nietzscheano de la inversión del platonismo comunal, y una concepción de lo real entendido como formado por una multiplicidad de planos. En la barra de La Noche, el limeño ha puesto en pie la idea de la reflexión contra los dictadores y los líderes de opinión. Así, como todo bar, La Noche subvierte aquello que la formalidad considera pecado. La ética del bar-man [el hombre del bar] es la moral de Robin [hood], el justiciero injusto. La cibercomunicación y las autopistas de la información se articularon antes de lo dicho por Peter F.Drucker, en la barra de ese bar. Internet de la solidaridad. Amigos los de antes. El bar no produce inútiles, genera lucidez.
La Noche, que se fundara como centro teatral, ha reunido a una caterva de artistas y escritores. Son habitúes desde Joaquín Sabina pasando por el malogrado Gustavo Cerati y hasta Paco de Lucía y Fito Páez. De los nacionales, poetas y rockeras me acompañan en mis delirios. Es verdad que su oferta hoy es frondosa y harto imaginativa. Como todos los bares limeños, succiona los rangos y jerarquías de los viandantes que lo habitan. No debe olvidarse que existe una clasificación donde los bares del segmento A se hacen llamar pub o café, como antiguo. Es lugar del regio, sus espejos y su caché. En el Bohemia Café & Más del Óvalo Gutiérrez uno pueden pedir un Jack Daniels y sentirse bronceado por dentro; picar un antipasto y computarse un Antonio Banderas en Broadway. Otros points como el Delicass de Dasso recibe a la generación Visa. La gente hot que llega en su 4X4. Todos portan una botellita de agua sin gas. O sea la rutina. Una suerte de falo proteico para la línea ingrávida. Así, esperan a sus anatómicos cómplices. Las damas piden vino blanco, es bueno para los orgasmos múltiples. Traman un tournée por la ‘disco’ de ladies night. Otras calientan el corpus ágil con un vodka en las rocas. El gym las apasiona, la bulimia las inquieta. Se dicen sus cosas. Están en el escenario cosmetológico correcto. Sus anatomías las hace hermanas sin grasas. Sólo se lubrican con el efecto vitrina del bar.
En La Noche de Barranco, no obstante, se vacuna contra la liviandad del ser. Aquí se puede citar a Nietzsche, «más allá del bien y del mal». Y desde los antiguos amores a la sabiduría no corrompida, también a Ortega y Gasset, y hasta el nirvana como fuente ideológica del fascismo germano, que era el fuerte de Schopenhauer. Así, tuve que remplazar el ron Cartavio por el vodka tonic que era hasta entonces mi elixir con el que me refería a el capital [de imágenes] de Groucho Marx. Ya lo dije, los bares son aquellos campos electromagnéticos de las ciudades. Los hitos de la arquitectura que diseña los afectos.
Así, La Noche se hace luminosa como un antro de las transfiguraciones. A veces, con el rito vicario de los desolados. Otras con el magisterio de sus discursos de medianoche. Ahí, aprendí filosofía, dados, timba y la poesía cruel, de no pensar más en mí, parafraseando a E. S. Discépolo. Los que copamos su gran barra alucinada con trasfondo de licores y cocteles de toda laya hacen que deje huellas con mis codos y mi cabeceo enamorado de la noche, los amores perdidos por flojo corazón y los amigos de venas trenzada y la conversa del verso cómplice que hace de La Noche la institución psicoanalítica opuesta a Freud.
Cierto, desde sus inauguración La Noche de Barranco se fue convirtiendo en capilla y catequesis, en aula alternativa y universidad de la propia vida. Aquel fue su atractivo y su pudor. Su exclusivo clientelaje sabía bien que ahí se iba a encontrar a sus congéneres, a esos seres que vivían preocupados por el origen de las cosas, por la explicación de los fenómenos totales y por el fondo y la forma estética con qué explicar que la vida existe de otra manera y no como dice Baldor. Así, se tejieron los diálogos profusos y cotidianos, triviales o trascendentes, triunfales o dramáticos, amargos o hedonistas. Y en cualquier momento hace su ingreso un rapsoda como sabio irreverente, profundo filósofo nihilista o un cultivado periodista sin trabajo, todos reunidos en ese bar barranquino que el tiempo convirtiera en aula magna o antro solemne donde fui condecorado una noche de esas como “huésped ilustre”.
Ahora que observo el viejo edificio sé que con el hígado antes que con el corazón fui testigo de ese amor perdido. En la Noche de Barranco los parroquianos ilustres conocen por la barra del bar y la sabiduría del codo que uno es distinto como militante del bar, de ahí que es poco estridente, más bien observador y ácido comentarista del todo. De los cariños más fieros, de los diálogos o susurro que se hacen teoría y praxis en la otra familia, la que uno encuentra en esa civilización que puebla los bares. Lima escribe su destino en un bar. Esta, es parte de su geografía y me embriaga la emoción líquida de las ternuras.