“En la película, una mujer tendida en el suelo se retorcía y sangraba por la boca. El teniente pareció compadecerse de ella y, señalándola, le dio una orden a un soldado con un guiño. En la escena siguiente, el soldado levantó el hacha y, por último, se vio la cabeza de la mujer dando saltos por la calle en declive.
El Comodoro comentó:
– ¡Díganme si hay otra manera de acabar con los subversivos! Así es como nosotros lo hicimos. Y así es como acabamos con la amenaza del comunismo. A nosotros se nos debería declarar héroes de por vida…
– ¡Cállate!- ordenó a sus espaldas María Laura.
“El Comodoro comenzó a sentir que un tubo metálico le oprimía la sien. Tuvo que ladear la cara. Se dio cuenta que María Laura le apretaba la sien derecha con una pistola de gran calibre.
– ¿Es una broma? ¡Cuidado! ¡Se te puede disparar!”.
Parece un cuento, pero no lo es por completo. Forma parte de mis historias de inmigrantes en USA. Es un fragmento de mi relato “Horas con María Laura”, pero está inspirado en un hecho real. Me lo contó la señora que fue protagonista de los sucesos, y solamente ahora que ella ha fallecido, puedo narrarlo. María Laura había venido a Estados Unidos huyendo de un marido bestial y, además de eso, criminal de guerra. Le había pedido el divorcio, pero él no aceptaba aduciendo que era católico.
Instalada ya en Oregón con su hija y su nieto, y luego de vivir dos años felices, llegó el marido y se acomodó en la casa. Aducía que era su derecho vivir al lado de ella. Tuvieron que aceptarlo y soportar su presencia animalesca. Pero un día, cuando veían por televisión la película “Diamantes negros”, ella no pudo soportar los brutales comentarios que hacía el hombre en las escenas de tortura. Decidió terminar de una vez por todas con una existencia miserable. Se acercó al hombre por la espalda y le puso una pistola en la sien… El resto lo pueden conocer ustedes se continúan leyendo:
“Habían pasado más de dos horas.
– ¡Mátame de una vez!- el hombre no advirtió que lo decía llorando. Cerraba los ojos para no sentirse. Tenía todo el pantalón manchado y húmedo.
– Todo a su tiempo.
– ¡Mátame! Ya estoy cansado.
María Laura actuaba como si tuviera todo el tiempo del mundo.
– ¡Mátame… quiero saber cómo es la muerte!
– ¿Se lo preguntaste a alguna de tus víctimas?
El hombre lloraba porque le dolían las rodillas, olía muy mal y no podía mantenerse en porte militar.
– Si quieres que sufra, sufriré. Sentiré cómo entra y sale la bala. Dicen que la cabeza vive un rato más.
El hombre cerró los ojos y María Laura separó la pistola de la sien. La levantó como si quisiera recordar para siempre ese minuto con las dos manos y por fin la guardó en un bolsillo de su sacón.
– ¡Vete!
– ¿Cómo?
– ¡Vete! No vuelvas. No te acerques a ninguno de nosotros. Vete muy lejos. Vete de esta ciudad. Vete de nosotros. Si te acercas, ya sabes lo que te espera.
El Comodoro se levantó dudando. No miró a nadie. Se acercó a la puerta y comenzó a caminar. Cuando ya estaba llegando a la esquina, Mauricio se despertó y corrió hasta su abuela para rogarle que le devolviera su pistola de juguete. Ella le respondió que esperara al otro día. El niño asomó a la ventana y vio cómo el Comodoro se iba tornando más y más pequeño. Ya no medía diez metros, ni cinco ni dos. Ni siquiera uno. Era tan pequeño como un gusano. Se hizo más pequeño y por fin se tornó invisible».