Zambo Cavero: El Papa negro de la jarana

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En aquel tiempo. con sus zapatos bien lustrados y disertando sobre el Caldo Nacional, piedra angular de nuestro sentimiento mestizo, mitad cholo, mitad japonés y mitad sacalagua, así apareció Aruro El Zambo Cavero. Wagner del festejo, Hitchcock del valsario. Recuerdo aquel día en que nos salió con la noticia que estaba arreglando su pasaporte y que había que esperarlo junto al café de Palacio de Gobierno como quien aguarda al presidente de la República. Pavarotti u Orson Welles del pobre, qué más da si su dimensión es tan amplia e infinito-kilométrica como su arte refregado en las arterias. Para los que lo oyen, no sin comprometerse, cantar bajó la noche cremolada de Lima, su voz es como sentenciara el poeta francés Paul Valéry quien dijo de Leonardo, que la pintura hacía las veces de la filosofía. Para Arturo Cavero, el canto hace las veces del filosofar y de la poesía.

Y era profesor recibido –y recibiendo como los buenos toreros– porque estudió en el Instituto Pedagógico Nacional de Varones. Llegaba tarde por eso de ser músico de madrugada, y luego hizo suyo un título y diploma en la universidad de San Marcos y asistió a cursos de maestría en la Universidad de Lima y otros más en la «Villarreal» donde lo confundieron siempre con el rector. Así que no era ningún cojinoba y por algo en su casa sólo hacía pasar a sus muy íntimos y no perdía ocasión de destaparse un Cartavio con su cocacolita y ayudar en la cocina con un pallar en punto Oster con su chalona en sofrito de romero y cebollas chúcaras que para eso está la mano de su «madama», su flor honoris causa con quien tiene unas hijas que eran su obsesión. Y tocaba cajón caja fuerte, calabaza o ataúd porque lo importante no es el instrumento –el aparato u órgano– sino ese pedazo de molleja que los criollos han bautizado como corazón. ¡Y no va ser!

Para el mozo del «Haití» que ha presenciado hasta cuatro golpes militares, los gases lacrimógenos sólo sirven para lavarle los ojos mientras en los jirones que se desangran sobre la Plaza de Armas, las masas vociferan en la sanguaza del descontento, contra el alcalde y gobernantes, una grita que conmueve al mismo sordo monumento del criador de chanchos que un buen día conquistó el Imperio del Sol. «¡Estos son, aquí están, los jodidos del Perú!». Es mediodía en pleno centro de Lima y el policiaco varazo ciego pega en el lomo del pobre, agarra carnes desnutridas de madres lloronas y le da duro a la insolencia amoratada. ¡Qué se frieguen por revoltosos! ha sentenciado un burócrata recalcitrante en la otra mesa y ahí mismo le enganchan una cuenta con cover y valor agregado a los recursos naturales.

Con don Carlos El Chino Domínguez ya apurábamos el segundo Cuba Libre inventado antes de la revolución y Arturo Cavero no llegaba. Aparece el Dr. Germán Peralta pulcramente trajeado y preocupado por llevar en camión a los Zurbarán desde el convento de los Descalzos hasta Cajamarca pasando por Tembladeras y por un libro desmitificador sobre la presencia del negro en el Perú que ya se hallaba en imprenta, y Cavero no llegaba. Es que mañana se va a España con el maestro Avilés explica su hermano que también le hacía la guardia para entregarle unos sobres melancólicos cual huacatay de la añoranza misteriosa, pero qué importa. Y de pronto una inmensa humanidad como un globo aerostático en azul y oro que hacía su aparición por el Portal de Botoneros. ¡Ahí está! Gritan los ambulantes, policías y dos morenas buenamozas postulantes a la «Repisa de Oro».

De arranque pidió una silla de plaza y media para depositar sus 122 kilos y en prima exige un trago doble de ron con un solo cubito de hielo porque a pesar de la calentura del clima y las bombas, la cerveza le hace daño desde chico, es decir cuando era delgado y jugaba al trompo sedita con el omóplato. Ahí mismo se arma el cambalache con sobre tiempo. Que fue nacido en los Barrios Altos, en la mismísima Mesa Redonda donde hasta ahora vive la autora de sus días –Callejón empedrado de insomnios con dos baños y un caño, antena parabólica y enfermería propia–. Que se hizo de amigos a granel por su buen trato y sobre todo porque sabía respetar a sus mayores. Que fue brigadier en la G.U.E. Hipólito Unanue -cuando quedaba en el local que actualmente es «La Casa del Pueblo»- no por abusivo sino por querendón. Y además tocaba el bombo en la banda con desesperante maestría: «o sea sobrino, que yo mismo era el que llevaba el compás de todo el colegio, y junto a Oshiro, impartía órdenes a la formación, y siempre la chocaba para la salida, pero como uno era caballero de un conchetu… no pasaba. Por eso, un mandarín puede mandar sólo con la mirada, como Bolognesi o Grau, sin ser prepotente. Eso me enseñó mi viejita a punta de cocachos y besos en la frente.

Y uno que lo conocía aconchabado desde que apareció para el gran público con don Óscar Avilés en un larga duración con tapa negra y blanca donde interpretaba «La Abeja» no puede dudar que ese señor qué está al frente, es un artista que descubrió en las luces de la vida misma, la médula del sentimiento urbano-criollo que le legó su cultura, el barrio y su pueblo. Ahí está explicando como si cantara, la filosofía sin bladers de la existencia, y como si cantara, está aplicando a su discurso un asincopado de verdades que casi todos saben pero que pocos aplican.

Y de pronto también se hace un silencio porque el zambo pasa de la logística mística a la geopolítica macrobiótica y de la cirugía espacial a la culinaria nacional. «Qué bárbaro don Arturo -le dice el mozo cincuentenario- cuánta sabiduría y sin sacarla». Y Arturo que agradece al ingeniero Carlos del Río por la atención prestada y que se disculpa por haberse retrasado con eso de los trámites, que mañana a las dos se marcha a Madrid y después si Dios quiere y la Virgen del Carmen lo permite, se pegará un salto a Italia, que le gustaría ver a Brasil en el mundial y luego a Chicago y de ahí a Nueva York y vuelta a Santiago de Chile y que tiene que regresar para cargar al Señor de los Milagros en octubre y así va pasando la vida. ¡Y no va ser!

«Óigame, yo era bueno en el bongó. Allá a finales de los cincuenta ya tocaba con Ñiko Estrada y Coco Lagos. Cuando vino a Lima el cuarteto «Los Rivero» quisieron llevarme con ellos porque pensaron que era cubano por el swing. Pero como estudiaba mañana, tarde y noche y en la casa no querían saber nada con viajes ni amanecer fuera de mi cama, así que me quedé pero me di el gusto de acompañar a Xavier Cugat casi quince días. Antes, con otro ritmo ya había debutado profesionalmente con la música de raíces negras que interpretaba con tanto sabor el maestro Juanito Criado, «el arquero cantor», con su conjunto «Patria, Amistad y Criollismo».

Tocaba cajón, cajita y quijada de burro, sería por 1957. Después pasé por diferentes orquestas hasta quedarme un buen tiempo con La Sonora Capri que dirigía Carlos Manrique en el «San Joi Lao» de la calle Capón. Yo remplazaba en la batería al hermano del «Pato» Villalobos que como era guardia civil, los días que estaba de servicio, no podía tocar y así me daba la oportunidad para aprender y hacerme conocido en el ambiente. En realidad a mí me gustaba todo lo que era percusión y mis fuentes eran evidentemente las cubanas, usted sabe, por la influencia de los discos y las bandazas que llegaron por aquellas épocas».

Pero ya se abrió el apetito y no falta quien diga que hoy es martes del soberbio Frejol con Seco en la casa de La Tía Pilar en el «Callejón de la Confianza» en plenas tripas del jirón Puno. Se pide la cuenta con moderación y democracia y hacia allá nos marchamos en dos carros previas fotos en la Plaza de Armas y paran los autos y el tráfico se encoleriza porque todo el mundo le pasa la voz a don Cavero que ahora luce el pelo completamente blanco y no pierde la oportunidad de saludar a uno y otro, y a una señora que todavía guarda la línea y a un soldado que se hace famoso no por cuidar el palacio sino porque posa para «El Chino» Domínguez.

Ladran los perros, Sancho, mientras cruzamos Abancay pero ahí no más salta la liebre o el gato porque se acaban de dar cuenta que hace tres días falleció don Carlos Donayre García el esposo de La Tía Pilar, y con duelo no hay frejoles así vaya a comer el Papa, porque don Carlos era hermano de César Caycho que fue gran músico y tocaba contrabajo y batería en la orquesta de Roberto Mori y también acompañaba a Julio Mori, Y era secretario de economía de la Hermandad del Señor de los Milagros y una mañana lo atropelló un carro precisamente regresando de la procesión aunque otros dicen que se venía bien sazonado del «CSM Domingo Yufra» ¡Hay señor Santo y Poderoso! Y nos estamos quedando solos y muy mal acompañados.

«Mi padre se llamó Juan Cavero y fue natural de Huaral. Estando chico me sorprendí cuando me dijeron que tenía 14 hermanos de sangre. El viejo era bien movido y fachoso. Nunca le gustó que fuera músico y menos que tocara la batería porque decían que la bohemia era sinónimo de trasnochadas y ésta de la tuberculosis. Así que con el juramento de no descuidar los estudios me daban largona. Yo tocando la batería ganaba 30 soles por noche pero tenía que dejar Para la casa 20 soles no porque faltara plata sino porque a mi mamá le gustaba tocar la plata que yo ganaba, por puro gusto no más. Un día mi madre me compró una olla especial marca «Récords», grande bien grande y de doble fondo. Las vecinas como me veían llegar de madrugada le habían recomendado que no descuide mi fósforo así que mi mamá la tarde anterior se iba a Billinghurst y compraba una docena de cabezas de bonito, otra de machete y un cuarto de gruesa de choros, toda la noche hervían en la famosa olla más otros ingredientes secretos y calculando diez minutos antes que yo llegue –jamás me retrasé– le agregaba un kilo de fideos canuto. El aroma salía hasta la calle y era un caldo gomoso y blanco como la leche, un verdadero sopón del zócalo continental que me arrullaba o me tumbaba, y entre cucharada y cucharada mis ojitos se cerraban soñando con un mundo mejor en los brazos del silencio goloso»

–Oiga sobrino, usted es mi amigo –dijo el finado Humberto Cervantes– pero es bien malagradecido.

–Por qué tío Humberto –atinó a preguntar Arturo abriendo los ojos como un globo terráqueo de colegio.

–Mire Cavero, yo he sido Sargento Primero –repuso el popular «Oiga» con rigor castrense– igualito que Sánchez Cerro y don Manuel Odría.

–Y eso que significa –lo interrumpió el zambo–.

–Que yo hubiera llegado a alférez, y después a capitán, y luego a comandante y de ahí no paraba hasta presidente de la república –anunció levantando la voz y las cejas y fue categórico–: ya ve todo lo que se hubiera perdido.

–Ahhh, tiene usted razón –balbuceó aturdido y en punto de KO el buen Arturo–.

Y no habrán ocurrencias que aquellas que dejara grabadas el maestro Cervantes –hijo del capitán Cervantes, jefe de la V Región y fundador del república de Iquitos– que en las palabras de Arturo Cavero son celebración y fiesta. Es que el «Zambo» fue su pupilo en un millón de jaranas y lo acompañaba a serenatas, cortapelos, corcovas y presentaciones en la radio, y todo por el mismo precio. Y vamos que de ahí rescató el zumo de la pendejada. Igual ocurrió con la maestría de don Luis «Pindongo» Romero Luna y de Pancho Estrada, de aquel tío Isla y de Isusqui pasando por don Juan Ríos, Bahamonde y el incomparable Augusto Ascues. ¡Que no aprendió Arturo! Y después llegó la mano de Rómulo Varillas de Pancho Jiménez natural de Chiclayo y todo aquello que significó la universidad del Criollismo: El conjunto Fiesta Criolla, y pare de contar.

«Mi abuela Filomena natural de Cañete me habló del tío Leopoldo Isusqui y del tío Calino. Eran unos tigres con la guitarra y zamba que pasaba, zamba que se enamoraba. Es que el amor es como el «frejol colao», dulce, denso y a veces empalagoso, y va junto con la música porque amar sin música es como comer sin troncha de carne. Mi tía Tomasa Victoria, hermana de mi papá, fue soprano. Así que por algo uno no nace cantor y musicante. En mi casa había primero un radio RCA pero sólo captaba cuatro estaciones hasta que un buen día lo cambiaron por un Philips que trasmitía desde Japón. Después mi mamá se ganó una dupleta familiar que se armaba en el callejón y compró un señor radio marca Telefunken. Era como tener a las orquesta en la sala-comedor. Entonces uno por más bruto, aprende, además quiero decirte que el artista nace pero en el juego de la vida se modula. Hoy existe renovada tecnología y hay muchos cantantes que son de laboratorio. Pero otra cosa es el arte que modestamente esta encima de la filosofía. El arte es sublime como el chocolate. Por eso uno es sabrosón, como aquel rey africano que tenia 700 mujeres pero hubo una revuelta y sólo le dejaron 49, así que aquel hombre comenzó a morirse de pena. Y no va ser».

Bueno pues, enrumbamos a La Victoria y en la pescadería y salón de té, que está frente a donde funcionaba la sede de Alianza Lima, juntamos tres mesas -«una más para poner las espinas»- dice el maestro que ya está pidiendo le cuadren una auténtica chita en punto de kión y remata antes de empezar con una pintadilla con aretes y lechugas al vinagre repujadas en aceite de oliva. Ya no ya! Entonces el dueño que para variar es hijo del sol naciente sabe lo que es debilidad y ahí mismo nos regala con una cisterna de «Lija» que no es otra cosa que un vino rascabuche con su kola y que fue inventada en las entrañas de los Barrios Altos. El reloj Seiko de Cavero brilla como una sirena junto a la osamenta de lo que fue hermoso pez. «Y a lo lejos de la playa se divisa una linda pescadora que se baña».

Don Domínguez también entra al pleito y de la chita sólo queda el sabor del recuerdo adormilado en los rescoldos de la foto y en el claroscuro de ese «Ángelus Novus» de la amistad y la emoción. Es que así es Cavero, una humanidad para el país injusto que no deja de entonar un himno a sus muertos. Hoy en España está cantando como un Plácido Domingo de Callejas polvorientas y acequias rumorosas. «Tuve la suerte de trabajar con mucha gente que vino después del Himno Nacional. Por eso soy peruano hasta la médula. Un muchacho de barrio con memoria audio-visual y ahora estoy por el frejol Castilla y su frazada de cerdo al rincón del corazón, es decir de John Dewey y el pragmatismo de la educación hasta Felipe Pinglo Alva y el Espejo de mi Vida y no va ser».

Hoy el Zambo Cavero y Avilés ya no están, pero cómo no recordar a los amigos.

 

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