Eran las siete de la noche del 29 de diciembre de 2001. El centro de Lima hervía con la urgencia de quienes dejan las compras para el final. Entre los jirones cercanos a Mesa Redonda miles de personas caminaban sobre un polvorín invisible. Nadie imaginó que una simple demostración de un artefacto pirotécnico desataría un infierno que borraría familias enteras en cuestión de segundos.
La chispa alcanzó un cúmulo de explosivos mal almacenados, provocando una reacción en cadena que convirtió las estrechas calles en chimeneas de fuego. El cielo se tiñó de un negro denso y el aire se volvió irrespirable. La tragedia de Mesa Redonda fue el resultado previsible de la informalidad, la avaricia y la negligencia estatal, dejando un saldo oficial de 277 muertos y 180 desaparecidos.
Hoy, a 24 años de aquel horror, el recuerdo parece haberse desvanecido para muchos, transformándose en una efeméride que se repite cada diciembre, pero no cala en la conducta colectiva. La primera y más dolorosa lección no aprendida es el desprecio por la vida frente al beneficio económico inmediato. Los almacenes clandestinos siguen operando en los pisos superiores de edificios antiguos, sobre las cabezas de compradores que ignoran que caminan sobre una bomba de tiempo.
La «cultura del riesgo» sigue tatuada en el ADN limeño. Para el joven que hoy recorre estas calles, Mesa Redonda es un relato lejano de sus padres, pero las condiciones son peligrosamente similares. Seguimos creyendo que «a mí no me va a pasar», una arrogancia que permite que los pasadizos de los centros comerciales sigan obstruidos por mercadería, dificultando cualquier ruta de evacuación en caso de emergencia.
A nivel institucional, la lección ignorada es la fiscalización reactiva. Las autoridades suelen aparecer con cámaras y chalecos solo cuando el calendario marca diciembre o cuando el humo ya es visible desde lejos. Licencias de funcionamiento que se entregan sin inspecciones rigurosas, mientras la venta ambulatoria de pirotécnicos prohibidos aún circula bajo la mesa.
Otro punto crítico que los peruanos omitimos es nuestra responsabilidad como consumidores. La demanda es la que mueve el mercado; mientras sigamos buscando el precio más bajo a costa de comprar en lugares que no garantizan las medidas mínimas de seguridad, estamos financiando nuestra propia vulnerabilidad. La seguridad no es solo una tarea del Estado, es una decisión consciente de cada ciudadano al elegir dónde poner su pie y su dinero.
La infraestructura del centro histórico sigue siendo un laberinto de cables expuestos y estructuras precarias. Aunque se han hecho esfuerzos por peatonalizar y ordenar, la densidad de personas por metro cuadrado en fechas festivas desborda cualquier plan de contingencia. No hemos aprendido a respetar los aforos, y la aglomeración se ve como una molestia necesaria del comercio en lugar de una amenaza mortal.
La tecnología ha avanzado, pero la prevención en el Perú parece haberse estancado en el siglo pasado. Hoy tenemos mejores herramientas de comunicación, pero la misma desidia ante los simulacros y la señalética. La memoria es frágil, y esa fragilidad es nuestra mayor enemiga. Hemos normalizado vivir al borde del desastre, confundiendo la resiliencia con la aceptación de la informalidad peligrosa.

Mesa Redonda debería ser un museo vivo de lo que nunca debe repetirse, un recordatorio de que el orden no es un capricho estético, sino una barrera entre la vida y la muerte. Sin embargo, cada fin de año, el caos recobra su territorio y los fantasmas del 2001 parecen observar con tristeza cómo tropezamos, una y otra vez, con la misma piedra de pólvora y negligencia.
La verdadera tragedia no es solo lo que ocurrió aquel sábado negro, sino la indiferencia que nos permite caminar hoy por los mismos pasadizos, bajo las mismas condiciones, esperando un milagro que nos salve de nuestra propia falta de memoria. El fuego de Mesa Redonda no se apagó en 2001; sigue ardiendo cada vez que ignoramos una norma de seguridad, y lo peor es que, esta vez, ya no podremos decir que no lo sabíamos.
Foto Diario Oficial El Peruano / Jack Ramón
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