La mañana del 25 de diciembre de 1985, la Ciudad de México despertó con una noticia que heló la sangre de una nación orgullosa de su vasto legado prehispánico. No era el frío invernal lo que estremecía, sino la confirmación de un vacío imposible: el Museo Nacional de Antropología, joya de la corona cultural del país y resguardo de su identidad milenaria, había sido saqueado.
Mientras la ciudad celebraba la Navidad, un grupo de ladrones había perpetrado lo que se conocería como «El Robo del Siglo» en México, una afrenta directa al corazón de su historia.
El estupor inicial dio paso a la indignación. Más de un centenar de piezas, muchas de ellas obras maestras insustituibles de las culturas maya, mexica, mixteca y zapoteca, habían desaparecido de sus vitrinas.
Entre los tesoros sustraídos destacaban la invaluable máscara de jade del dios murciélago zapoteco, el «Mono de Obsidiana» y una multitud de pectorales, orejeras y pendientes de oro, objetos que no solo representaban un valor material incalculable, sino, sobre todo, un testimonio irremplazable de civilizaciones ancestrales.
La investigación comenzó de inmediato, envuelta en una mezcla de vergüenza nacional y presión internacional. ¿Cómo era posible que un recinto de tal envergadura, con protocolos de seguridad supuestamente estrictos, hubiera sido vulnerado con aparente facilidad? Las primeras pesquisas revelaron fallas alarmantes: siete de los ocho guardias asignados dormían o estaban ausentes de sus puestos durante el atraco, y el sistema de alarma, obsoleto, no funcionó. La audacia del robo, cometido en una fecha tan señalada, sugería una planificación meticulosa y un conocimiento interno del museo.
Las teorías se multiplicaron. Se habló de mafias internacionales especializadas en arte, de coleccionistas sin escrúpulos capaces de encargar un golpe de tal magnitud. La Interpol emitió alertas a nivel mundial. Para la sociedad mexicana, el robo trascendió lo delictivo; se vivió como una profanación, una pérdida de identidad que evidenciaba una vulnerabilidad dolorosa. Intelectuales, artistas y ciudadanos de a pie clamaban por respuestas y, sobre todo, por la recuperación de un patrimonio que sentían arrancado de sus raíces.
Pasaron más de tres años de incertidumbre y pistas falsas. La esperanza de recuperar las piezas se desvanecía con el tiempo. Sin embargo, en junio de 1989, un giro inesperado sacudió nuevamente a la opinión pública.
Los autores no eran sofisticados criminales internacionales, sino dos jóvenes estudiantes de veterinaria de clase media alta, Carlos Perches Treviño y Ramón Sardina Skoff, quienes habían planeado y ejecutado el robo con una mezcla de osadía e ingenuidad.
Los jóvenes habían logrado entrar al museo a través de los ductos de aire acondicionado, permaneciendo escondidos durante horas. Tras el robo, guardaron el botín en una maleta en casa de Perches, sin saber realmente cómo vender piezas tan icónicas y reconocibles. Fue un intento de vender algunas piezas a un narcotraficante lo que finalmente llevó a su captura y a la recuperación de la mayoría de los objetos en una casa de Satélite, Estado de México.
Aunque la mayoría de las joyas arqueológicas regresaron a su hogar en el museo, el robo de 1985 dejó una cicatriz imborrable. Marcó un antes y un después en la seguridad de los recintos culturales en México y evidenció que ni los más sagrados templos del saber estaban exentos de la osadía del crimen. La «Noche Triste» del Museo de Antropología sigue siendo un recordatorio de la fragilidad del patrimonio y la constante necesidad de su celosa protección. (Foto Wikipedia).
¡El crimen no paga!