«¡Oh, mi señor don Darío Rubén!», me recibió en su oficina Don Ricardo Palma

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Artículo de Rubén Darío, publicado bajo el título de El Perú Ilustrado (Octubre de 1890), en el que nos relata cómo fue su encuentro con Don Ricardo Palma en su oficina de la Biblioteca Nacional.

Fui desde el Callao a Lima, por sólo conocerle, en febrero de 1888. De a bordo a tierra iba con un chileno que me decía: — «¡No vaya usted a verle; es como un ogro de terco!». Yo pensaba para mi colleto: — «De un regaño no ha de pasar…» Y ¡cáspita! recordaba mi Canto épico a las Glorias de Chile!

Llevado por un coche que encontré en la calle de Mercaderes, después de caminar un buen rato por aquellas calles de la alegre ciudad de los virreyes, me encontré a las puertas de la Biblioteca Nacional. Entré y, tras pasar largos corredores, llegué al departamento del señor Director. Frente a la puerta de su oficina me detuve un momento, para admirar el célebre cuadro de Montero, La muerte de Atahualpa. Por fin, valor y adelante. Dos golpecitos en la puerta. . . De un regaño no ha de pasar. . .

«¡Oh, mi señor don Darío Rubén!» Ante una mesa toda llena de papeles nuevos y viejos, viejos sobre todo, estaba Ricardo Palma y me recibía con una amable sonrisa, que me daba ánimos, debajo de sus espesos y canosos bigotes retorcidos. ¡Figura simpática e interesante en verdad! Mediano de cuerpo, ágil a pesar de su gruesa carga de años, ojos brillantes que hablan y párpados movibles que subrayan, a veces, lo que dicen los ojos; rápido gesto de buen conversador, y palabra fácil y amena, ¡tal era el ogro! — «Oh, mi señor don Darío Rubén»… Así me saludó, así, poniendo el apellido primero y el nombre después. Mi pobre nombre tiene esa capellanía. En diarios sudamericanos he leído: «El escritor que se oculta bajo el pseudónimo de Rubén Darío» Sí, unos lo creen pseudónimo, otros lo colocan al revés, como el ilustre ingenio de las Tradiciones, y otros, como Valera, dicen que es un nombre «contrahecho o fingido»…

¡Válgame Dios! Pero dejo para otra vez de contar por qué mi nombre es judaico y mi apellido persa, y vuelvo a don Ricardo. Me habló de su vida entre papeles antiguos, llenos de polvo y polillas; de literatos chilenos amigos suyos; de su querida Biblioteca, que está restaurándose; de la guerra del Pacífico, (ahora viene el regaño, pensé); ¡de tantas cosas más ! Luego me llevó a conocer todos los departamentos del edificio, el salón de pinturas y esculturas nacionales, el de lectura y los extensísimos de los libros y manuscritos. No pude menos que exclamar: «¡Rica Biblioteca!». Encendí la pólvora. Vino el regaño, pero no para mí; no apareció el ogro sino el hombrecito vibrante y patriota: — «¡Rica antes de que la destrozaran los chilenos! Cuando la ocupación entraban los soldados ebrios a robarse los libros. Vea usted, mi señor don Darío, vea usted». Se acercó a un estante y tomó un precioso incunable en una de cuyas páginas estaba escrito, con letra de Palma, que el libro había sido comprado en dos reales a un soldado de Chile. Me narraba atrocidades. Me dijo todo lo que había sufrido en los tiempos terribles. Y al oírle hablar todo nervioso, con voz conmovida, yo pensaba: ¿A qué hora le llegará su turno a mi Canto épico? No le tocó.

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— «Me da tristeza, me dijo, que la parte americana sea tan pobre». Y en efecto, hacían falta muchas notables obras chilenas argentinas, venezolanas, colombianas, ecuatorianas y, con especialidad, centro-americanas. Recuerdo que entre los libros de Guatemala encontré algunos de autores cubanos. Batres Montufar, el príncipe de los conteurs en verso, estaba allí; pero no García Goyena, el egregio fabulista, honra de la América Central, aunque nacido en el Ecuador.

Pasamos luego a un gran salón donde están los retratos de los presidentes del Perú, destacándose entre ellos el del General Cáceres, en su caballo guerrero de belfo espumoso y brava estampa .

Vi también el de aquel indio legendario que, correo de guerra, tomado por el enemigo, se comió las cartas que llevaba, antes que entregarlas, y murió fieramente. Palma me explicaba todo, complaciente, afable, citando nombres y fechas, basta que volvimos a su oficina, donde llama la atención, en una de las paredes, un gran cuadro, formado con billetes de banco y sellos de correo peruanos.

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Mientras él me hablaba de sus nuevos trabajos, y de que pensaba entrar en arreglos con un editor de Buenos Aires, para publicar una edición completa de sus tradiciones, yo recordaba que, en el principio de mi juventud, me había parecido un hermoso sueño irrealizable estar frente a frente con el poeta de Armonías, de quien me sabía desde niño aquello de

¡Parto, oh patria, desterrado!
De tu cielo arrebolado
mis miradas van en pos.

Y en la estela
que riela
sobre la faz de los mares,
¡ay! envío a mis hogares
un adiós;

y con el autor de tanta famosa tradición, cuyo nombre ha alabado la prensa del mundo, desde El Fígaro de París hasta el último de nuestros periódicos. Y veía que el ogro no era tal ogro, sino un corazón bondadoso, una palabra alentadora y lisonjera, un conversador jovial, un ingenio en quien, con harta justicia, la América ve una gloria suya.

En sus juicios literarios se dejan ver sus conocimientos del arte y su fina percepción estética. Él es es decidido afiliado a la corrección clásica, y respeta la Academia. Pero comprende y admira el espíritu nuevo que hoy anima a un pequeño, pero triunfante y soberbio grupo de escritores y poetas de la América Española: el modernismo. Conviene a saber: la elevación y la demostración en la crítica, en la prohibición de que el maestro de escuela anodino, y el pedagogo chascarrillero penetren en el templo del arte; la libertad y el vuelo, el triunfo de lo bello sobre lo perceptivo, en la prosa; y la novedad en la poesía: dar color y vida y aire y flexibilidad al antiguo verso, que sufría ankilosis, apretado entre tomados moldes de hierro. Pero eso él, el impecable, el orfebre buscador de joyas viejas, el delicioso anticuario de frases y refranes, aplaude a Díaz Mirón, el poderoso, y a Gutiérrez Nájera, cuya pluma aristocrática no escribe para la burguesía literaria, y a Rafael Obligado, y a Puga y Acal, y al chileno Tondreau, y al salvadoreño Gavidia, y al guatemalteco Domingo Estrada. Deleita oír a Palma tratar a asuntos filosóficos y artísticos, porque se advierte que en aquel cuerpo que se halla a las puertas de la ancianidad, correa una sangre viva y joven, y en aquella alma arde un fuego sagrado, que se derrama en claridades de nobilísimo entusiasmo.

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Es la primera figura literaria que hoy tiene el Perú junto con mi querido amigo el poeta Márquez, insigne traductor de Shakespeare. Y -a propósito de poetas- en una de sus cartas me decía una vez don Ricardo: «Yo no soy poeta». Ante esa declaración, no hice sino recordar su magistral traducción de Víctor Hugo, donde aparece formidable y aterrador aquel ojo que, desde lo infinito, está fijo mirando a Caín en todas partes. En cuanto a sus versos ligeros y jocosos, pocos hay que lo aventajen en gracia y facilidad. Tienen la mayor parte de ellos algo encantador, y es la nota limeña.

¡Lima! Ya lo he dicho en otra parte: Si Santiago es la fuerza, Lima es la gracia. Si queréis gozar, ¡oh, los que leáis estas líneas! id a Lima si tenéis dinero; y si no tenéis, también id. Hallaréis un delicioso clima, muchas flores, un cielo azul y radiante. Y sobre todo, allí encontraréis a la andaluza de América, a la mujer limeña, breve de pie y de mano, de boca roja, y ojos que hipnotizan, incendian y enloquecen. Id al hermoso paseo de la Exposición lleno de kioskos, alamedas, jardines y verdores alegres; id en las tardes de paseo, cuando están las mujeres entre los árboles y las rosas, como en una fiesta de hermosura, o en concurso de gracias, dominadoras y gentiles. O pasad por los portales, cuando envueltas en sus mantos negros, pasan las damas que sólo dejan ver algo del blancor rosado del rostro, en el que, incrustados como dos estrellas negras, están encendidos de amor los ojos bellos.

El pueblo de Lima canta en arpa. La cerveza de Lima es excelente. En la ciudad de Santa Rosa se fabricó un palacio, la alegría. Lima gusta de los toros, como buena hija de España. Sus teatros son a menudo visitados por buenos troupes, y el público es inteligente y entusiasta por el arte. Flota aún sobre Lima algo del buen tiempo viejo, de la época colonial. Lima tiene paseos, plazas, estatuas. Sobre una gran columna, que conmemora el célebre 2 de mayo, se alza líricamente una fama que emboca su sonoro clarín. En otro lugar he visto a Simón Bolívar en su caballo de bronce, con la espada victoriosa en su diestra de héroe. Lima es católica, pero está llena de masones. En Lima hay familias de noble y pura sangre española. En el pueblo de Lima se puede notar ahora la más extraña confusión de razas: chino y negro, blanco y chino, indio y blanco, y las variaciones consiguientes. -El cholo es débil pero canta claro y es añagacero. Lima es pintoresca, franca, hospitalaria, garbosa, complaciente y risueña. El que entra a Lima está en el reino del placer. En Lima no llueve nunca. La tradición, -en el sentido en que Palma la ha impuesto al mundo literario- es flor de Lima. La tradición cultivada fuera de Lima, y por otra pluma que no sea la de Palma, no se da bien, tiene poco perfume, se ve falta de color. Y es que, así como Vicuña Mackenna fue el primer santiaguino de Santiago, Ricardo Palma es el primer limeño de Lima.

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Me despedí de él con pena. ¡Quién sabe si volveré a verle! Y ya en el coche, que volaba camino del hotel, -donde tenía que ver a Eloy Alfaro- con los ojos entrecerrados, satisfecho de mi visita, sonreía al pensar en que el ogro no era como me lo pintaba mi amigo el chileno; y guardaba con orgullo, en mi memoria, para conservarlo eternamente, el recuerdo de aquel viejecito amable, de aquel buen amigo, de aquel glorioso príncipe del ingenio.

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