El crimen perfecto (II)

 

Ayer, aludíamos a las condiciones –de complicidad y encubrimiento, por convicción o torpeza- que caracterizan y hacen posible, el “crimen perfecto”, también llamado en los cónclaves secretos de los “Servicios de Inteligencia”, algo así como “Trabajo bien hecho”. Y partiendo de uno de los más flagrantes casos registrados en el Perú en tiempos relativamente recientes, nos remontamos a la antigua Roma y, concretamente al asesinato de Julio César. En lo que se refiere a literatura, suele decirse que el “único caso de crimen perfecto”, es el asesinato del Rey Layo, cometido por su hijo Edipo, en cumplimiento de una profecía del Oráculo de Delfos. Edipo investiga y “descubre” que el asesino, es nada menos, que él mismo. Esta “perfección” que abarca: vaticinio, investigación, encubrimiento y finalmente,” extraño final”, es una magistral lección de crónica policíaca, que me complazco en obsequiar a los estudiantes de periodismo.

Julio César y los vaticinios fatales

Y así llegamos al 15 de marzo del año 44 a.C., cuando ataviado con sus mejores galas, Julio César se dirigía al Senado, a bordo de un carruaje tirado por cuatro bellos corceles, amén del auriga que manejaba tan rimbombante trasto.

Por el camino, ciudadanos de todos los pesos y medidas, alcanzaban a tan insigne personaje, mensajes escritos con las tradicionales quejas, pedidos, denuncias, y delaciones, a menudo calumniosas, que el bobonaje en pleno, supone, serán atendidas por la autoridad máxima, que, como es de rigor, manda al tacho tan inútil y engorrosa papelería.

En eso y, de pronto, surgió del tumulto, el griego Artemidoro, nada menos que profe de elocuencia helénica, -no se la pierdan-, y alcanzó al dictador un pequeño pergamino, de su puño y letra, advirtiéndole a gritos, que lo leyera de inmediato, cosa que el gobernante “de facto”, atendió, reteniéndolo en la mano izquierda, mientras que con la diestra, entregaba a uno de sus ayayeros,”los papelitos” que el vulgo le iba dando, lo cual se entiende, pues Artemidoro, no era cualquier payaso de circo pobre, sino, antes bien, merecía una atención especial del mandatario, “en cualquier momento del más adelante”.

-Y aquí el gran escritor Thornton Wilder, se permite una -digamos- “licencia literaria”, que le han reprochado más de una vez, algunos “serios” historiadores.

Según Wilder: el imponente coche del Emperador, hubo de sobreparar, por cierta “irregularidad de la vía”, circunstancia que aprovechó Julio César para dirigirse al “Gran Maestro” de los arúspices (adivinos descuartizadores de aves), a quien había distinguido entre la multitud, diciéndole: “Gran Maestro. Os habéis pasado mucho tiempo previniéndome contra la fatalidad durante los idus (días) de marzo. Y ya estamos en marzo y como véis, nada malo me ha sucedido”. – A lo cual, el aludido habría respondido: “pero aún… estamos en marzo, Gran Señor…”. – Ante lo cual, el Emperador, sólo habría atinado a sonreír con cierta amargura, ordenando con un gesto seguir el camino.

La advertencia de Artemidoro

Pero volviendo a Artemidoro, -que no era clarividente, sino un chismoso político bien informado- el misterioso pergamino, alcanzado a Julio César, advertía a éste de la conspiración, detalles y otras precisiones del magnicidio en proceso, además de la identidad de los conspiradores.

El Emperador, no alcanzaría a leer el premonitor documento, pues a pocos minutos de haberlo recibido, entró al Senado, en pleno esplendor de su majestad y… apenas instalado en su prominente curul… fue asesinado de veintitrés puñaladas.
(MAÑANA: TRAICIÓN E INGRATITUD).

 

Leave a Reply