El Estado inútil

 

Se fugó Nadine Heredia a Suiza y las autoridades no pudieron evitarlo. La justicia aparece burlada y los jerarcas del poder se exhiben impotentes ante la viveza de quienes conocen sus fallas desde dentro. Todo esto aparece como la cereza en la torta de la impunidad. La gente critica la inacción, la incapacidad y hasta la corrupción que permite a quienes medran del Estado seguir haciéndolo a vista y paciencia de todos. Muy grave porque la autoridad eficiente y necesaria no viene del discurso o de los papeles más o menos destrabados sino de la moral y el respeto a los principios y a las normas de la convivencia.

Si el Estado no puede garantizar el fundamental derecho a la vida, como está sucediendo con el progreso de la criminalidad en las calles, no se justifica. Si no puede castigar a quienes incumplen sus leyes tampoco. El Estado es un ente cuya abstracción pugna por su supervivencia pero basada en realidades.

Para ello necesita de aquellos sobre los que impera. Toda abulia es falta de voluntad, de decisión, una enfermedad institucional que solo se explica por motivos mayores que malamente pueden ser los del dinero que compra voluntades para superponerse a todo principio de bien común.

Lo grave es cuando la percepción de que el Estado es inútil se extiende y generaliza. De que no sirve a los intereses de la sociedad, que no justifica la inversión económica que vía impuestos hacemos en él, ni la subordinación política que deja en los elegidos las decisiones que nos afectan. Todo esto puede culminar en el anarquismo que según el caso sirve para dar como para quitar a los interesados privilegiando sus propios fines.

Como no podemos renunciar al Estado ni signar la disidencia, nos toca fortalecerlo. Se impone una revolución moral. El bien común solo está bien servido cuando el balance de la suma del servicio para todos es positivo. El Estado se determina y se concreta por sus fines. Lo primero el cumplimiento a la ley igual para todos, sin privilegios escandalosos, es un deber del ciudadano y del hombre moral. Sin ello no podemos hablar de Estado de Derecho.

Nos sentimos incluidos en este Estado no tanto por imposición como por convencimiento. Nadie quiere alinearse con lo salvaje y con lo hostil, con todo aquello que desde las catacumbas debe quedar fuera de la ciudad.

Pero tampoco se trata de un juego de apariencias que legitime lo que no existe. El discurso estatal debe convencernos del beneficio de actuar conforme a ley, nunca al margen o fuera de ella como sucede con la informalidad o con el crimen. Lo esencial es la autoridad moral de quienes nos dicen lo que debemos hacer.

Lo primero, ninguna jerarquía puede desdeñar el factor ético que la explica y justifica. Lo segundo no hay lugar a privilegios lesivos a los intereses comunes. Ni incoherencias ni inconsistencias. Menos aún apariencias de realidad o falsos discursos que disuenan con lo que estamos viendo y viviendo.

 

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