La doña devoradora

 

Feliz cumpleaños María Félix.
(Quiriego, Sonora; 8 de abril de 1914—Ciudad de México, 8 de abril de 2002).

En febrero de 1992 Carlos Monsiváis escribió en la revista Nexos el ensayo El fin de la diosa arrodillada en el que analiza la transformación radical que los personajes femeninos sufrieron en la historia del cine mexicano, desde los tiempos de las primeras películas sonoras, y que en su época de oro tuvo en Dolores del Río y María Félix los íconos extremos, hasta los presentados por directoras como Marcela Fernández Violante, María Novaro, Dana Rothberg, Busi Cortés y Marisa Sistach ya en los años finales del siglo XX.

Vale la pena referirse a Monsiváis en este aniversario del nacimiento de María Félix, ella misma la mejor personificación de ese tránsito que nuestra filmografía describe. Engendrada por sus padres, pero inventada por sí misma, dijo Carlos Monsiváis que alguna vez comentó Octavio Paz. Y a partir de esa anécdota Monsi describió en un texto (La Doña devoradora, El País, septiembre de 2004) a la mujer que cambió, por lo menos en el cine, la imagen sumisa de la mujer mexicana bien perfilada por Dolores del Río.

El fin de la Diosa Arrodillada (Por Carlos Monsiváis)

“No me mire así, jefecita, que voy a creer que se va a olvidar de mí en el cielo”.

No abundan en el cine mexicano equivalentes de los personajes independientes que uno asocia con Katherine Hepburn, Rosalind Russell, Joan Crawford o Jean Arthur. Dolores del Río, bellísima intangible, es la víctima en la cúspide, el deslumbramiento que para mejor serlo, admite la humillación.

En su filmografía mexicana, en Flor Silvestre, María Candelaria, Bugambilia, Las abandonadas, La Malquerida, La Otra, La Casa Chica, Deseada, La selva de fuego o La Cucaracha, Dolores carece de voluntad. Ella es la forma suprema pero el sentido de su existencia yace en otras manos. Sólo María Félix construye su aura de poder desde las zonas misteriosas de su femineidad. En ella el tono imperioso que desmiente el papel asignado, la voz categórica, el ademán esclavizador, desbaratan cualquier abajamiento que el guión señala. El personaje de María Félix concreta su perdurable apogeo en Dona Bárbara (1945 de Fernando de Fuentes) porque allí ella asume los rasgos del cacique, es dueña de sí al renunciar a la psicología de su género, y el proceso es tan vigoroso que en la memoria de los espectadores la vendedora es doña Bárbara, la señora del llano, y se evapora el presunto triunfador Santos Luzardo, tan blandamente interpretado por Julián Soler.

“La quise tanto que la volví en mi sombra”

En La mujer del puerto (1932, de Arcady Boytler), Andrea Palma es convertida por la “cirugía” de luces, sombras y maquillistas en una Marlene Dietrich tropical, ambigua por la actitud distante al glamour tan fuera de contexto, y la noción del pecado que la envuelve como melancólica segunda piel. Pero el público no admite entonces mujeres de reacciones imprevisibles y autónomas: quiere heroínas frágiles, virtuosas, dichosas porque lloran, tristes porque la resistencia a la seducción contraria las leyes de obediencia del espíritu femenino. Y allí están para probarlo las protagonistas de melodramas y comedias, con su dicción penosa, su belleza que la voz inexpresiva deshace de inmediato, su carácter monocorde que deposita toda la pasión en los rasgos faciales: Esther Fernández, Gloria Marín, Columba Domínguez, Amanda Ledezma, Marina Tamayo, Rosita Quintana (incluso si la dirige Buñuel), María Elena Marqués, Blanca Estela Pavón, Amanda del Llano, María Luisa Zea, Irasema Dillian, Miroslava, Elsa Aguirre. Son excepciones muy parciales Marga López, Lilia Prado, Leticia Palma y Silvia Pinal. A las actrices, que casi nunca lo son, se les pide desempeñarse siempre como en una película “de época”. Si el cine es, por excelencia, la modernidad, las heroínas del cine mexicano son lo opuesto al espíritu contemporáneo, y por eso habitan el espacio anacrónico por excelencia: el del chantaje sentimental, el de la indefensión congénita, el de las virtudes sólo desplegables en recámaras y cocinas.

Blanca Estela Pavón, y pongo un ejemplo mitológico, la “Chorreada” de Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, la noviecita santa por antonomasia, es leal, solícita, fiel de aquí a la siguiente tragedia. Son suyas todas las virtudes menos las de la apropiación de si misma no puede protestar, carece de iniciativas y sólo marca su presencia aprestándose al sacrificio de manera servil o servicial. Ante su desventura, las espectadoras aprueban su comportamiento porque se inscribe en la tradición. Y el desamparo (de los personajes y de lo que representan) se acrecienta cuando no hay sensualidad en los alrededores. La madre desgarrada, cuya cumbre lacrimógena es Sara García, es la femineidad como ancla, las crucifixiones al mayoreo, el sometimiento proverbial al señor de la casa, o a ese otro padre de familia que es el Señor del cielo (“si te lo llevaste por algo sería, Diosito”).

En el extremo, se caricaturiza a los estereotipos. Un ejemplo: el personaje de Dalia Iñiguez en La Oveja Negra de Ismael Rodríguez, la madre que jamás protesta por vejación alguna, la mujer que sólo existe si declama su abatimiento. Y en otros niveles, el cine mexicano le permite a unas cuantas actrices la “humanización”, si admiten, gozosamente, su grotecidad el dúo de teporochas o lumpen, “la Guayaba” y “La Tostada” (Amelia Wilhelmy y Delia Magaña) en Nosotros los pobres; las cómicas del tipo de Vitola, cuya razón de ser es la necesidad de que se les ofenda, o las extras que aparecen sólo para que el cómico, nomás viéndolas, se muera del susto. En el caso de la India María, el punto de partida es el humor racista. La India María no es un producto de la observación de las migraciones y de las indias mazahuas. El personaje viene de antes, de la tradición del teatro frívolo que conseguía risas fáciles imitando el candor y la persecución afanosa del castellano de los indígenas vendedores de frutas.

“Canonicemos a las putas”

De no ser grotescas, las mujeres marginales deben asumir el estereotipo de la deshonra (en si mismo una trampa). La figura de la prostituta establece las modulaciones del deseo y afirma a la institución degradada que protege a la familia: “canonicemos a las putas”, escribió famosamente Jaime Sabines, y de Santa a Amor a la vuelta de la esquina, y a lo largo del siglo precondónico, la prostituta fílmica responde con creces a los “exvotos” heterodoxos de la industria. La antiheroína es brutalmente atractiva, veleidosa, proclive al sacrificio, y, a la hora de la rumba, teatral y monumental. La rumbera escenifica en cada número todas las etapas del descubrimiento del sexo hasta culminar, bélicamente, en el “coito de una sola persona” (un koan no reconocido). De algún modo, cada estremecimiento coreográfico de Ninón Sevilla podría verse a la luz de la teoría de Eisenstein de la pars pro toto, la parte por el todo. En el ejemplo de los espejuelos del oficial en la revuelta del acorazado Potemkin, el objeto abandonado significaba la liquidación del autoritarismo; en cada meneíto de Ninón Sevilla se condensan todos los acostones que la censura prohibe y el espectador ansia.

De hecho, dos de los emblemas del cambio de mentalidad son la prostituta en su dimensión de “angel caído pero trepidante”, y el ama de casa en su vertiente de santa prescindible. Ninón Sevilla en Aventurera, Sensualidad, Aventura en Río, Revancha, Víctimas del pecado es la Vamp que no pudo darse en los años veinte y es la imagen apoteósica de la Querida, aquella que no confiere respetabilidad pero su prestigio: “No se la presentaría a mi madre pero que lo sepan todos mis amigos”. Y esto, también se aplica a las actrices y rumberas Meche Barba, Lilia Prado, María Antonieta Pons y Rosa Carmina, que, en conjunto, y cada una por su lado, encarnan el valor de cambio de la mujer en el momento de la moral única.

“No me imagino a una mujer dirigiendo películas porque a las mujeres les falta la ternura y la vulnerabilidad del hombre”.

El principal escollo de los directores de cine en la primera mitad del siglo, sea Dorothy Azner en Estados Unidos, o Matilde Landeta en México, es la tradición que al convertir en minoría social a la mayoría demográfica, le reserva a las “féminas” las andanadas del respeto paternalista, el choteo y la incredulidad. El Indio Fernández -el machismo como teatro y auto-escarnio -implanta sin demasiados problemas su mitología patriarcal. Pero a Matilde Landeta, directora de Lola Casanova, Trotacalles y La Negra Angustias, no se le da la oportunidad de establecer sus puntos de vista.

El de Landeta no es “cine de autor”, para mencionar la etiqueta prestigiosa de los años sesenta, pero algo y mucho consigue ella sin embargo: presentar a la belleza masculina desde el punto de vista de la mujer (el personaje de Armando Silvestre en Lola Casanova).

Y, en La Negra Angustias, prescindir del final mezquino de la novela homónima de Francisco Rojas González (en el último capítulo, la antigua coronela de la revolución es la sombra inadvertida que le lleva comida a su marido albañil). En vez de esto, Landeta termina con la revolucionaria (María Elena Marqués) precipitándose en el combate.

El tono distinto tarda en establecerse. Entre Matilde Landeta y las directoras de los años recientes, Marcela Fernández Violante, María Novaro, Dana Rothberg, Busi Cortés y Marisa Sistach, se interpone un periodo en donde el impulso más radical del cambio viene de fuera, de la feminización de la economía, del ingreso masivo de la mujer a la industria y a la vida profesional, de la sólida y lenta democratización desde abajo, en donde influyen la reducción creciente del analfabetismo femenino que superaba con creces al masculino; la desintegración o el reacomodo de la familia tribal; el fin del peso dramático de la honra y del mito de la virginidad las difusiones sexológicas; las teorías radicales sobre clase, género y raza; la crisis del melodrama que para sobrevivir se torna grand guignol; las revisiones críticas de la cultura nacional; las influencias profundas o estrepitosas de la literatura y el cine de Estados Unidos, Francia, Inglaterra e Italia, principalmente; la comprobación múltiple de las ridiculeces del machismo.

Un elemento que enlaza y jerarquiza lo anterior es la presencia del feminismo que influye en distintos grados en millones de mujeres y en la perspectiva de la sociedad. No interesa tanto que las actrices, las argumentistas, las directoras y (sobre todo) las espectadoras, sean conscientes del desarrollo teórico. Lo importante son las consecuencias de tesis y reiteraciones del feminismo: la autonomía corporal, la crítica al patriarcado, los cuestionamientos de la esclavitud doméstica, la crítica al doble standard y las transformaciones lingüísticas. (El habla unisex que se impone en los años setenta, desbarata la idea misma de “malas palabras” y aclara, por su fuerza expresiva, las nuevas visiones de la realidad).
Todo esto se concreta en los nuevos personajes femeninos, que a la representación (del género y del costumbrismo) oponen la individualización. A la Sufrida Mujer Mexicana la refutan los personajes indiferentes al placer y la autocompasión; al emblema sufridor de Sara García lo releva la madre cómplice de Doña Herlinda y su hijo; a la oficinista sin otro porvenir que la boda con quien se deje, la sustituyen las Chavas Alivianadas (el nuevo estereotipo) o los personajes en la índole del de María Rojo en Danzón, la aventurera que ya no vende su amor.

“A mi no me gusta pegarle a mi marido”

El machismo sigue allí, pero ni invicto ni apoyado en forma inmediata por todo el público. Si la idea de heroína tiene cada vez menos sentido, la antiheroína se va eclipsando, y a los personajes femeninos los “normaliza” su infinita variedad. Esto no quiere decir la súbita desaparición de amas de casa que ante la escasez de vocabulario recurren al llanto, y de las prostitutas cuya igualdad radica en su derecho a la violencia verbal.

Otros acontecimientos intervienen en la transformación sin precedentes: el público o se retira de las salas de cine o deja de ir en plan familiar, el video-cassette impera, la mayoría de los tabúes se desvanecen, la censura moral viene a menos (la censura política dígase lo que se diga sigue intacta), y se incrementa el número de mujeres que quieren hacer cine y video, y que tienen ya la oportunidad, antes denegada, de elegir temas y actitudes sin necesidad de justificarse (en caso de que consigan producirse), se ahonda en la condición femenina analizando o exhibiendo los ritos y las formaciones sociales, escenificando los aprendizajes de la sobrevivencia. Se crean personajes ni “liberados” ni “tradicionales”, y se confía en un cine sin mitologías. Pronto sabremos si tal optimismo es o no excesivo.

 

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