Milagro del corazón

 

Cierto travieso accidente, me obligó -hace unos meses- a incorporar a mi anatomía, una impactante bota metálica, que no sólo ha determinado la soldadura de mi quebrantado tobillo, sino que arece, digo parece, haberme cambiado hasta el modo de andar, aparte de ciertos conceptos vinculados al amor y la paciencia de quienes- como mi abnegada esposa- me han ayudado a sobrellevar más de  año y medio de incómoda convalecencia post operatoria.

El trámite en general, ha incluido, no sólo el temperamento necesario para entrar y salir del quirófano, -sin un gesto rochoso- sino el mantener la calma, para una serie de atenciones de enfermería, relativas a curaciones, masajes y esas cosas. Todo lo supe sobrellevar con la entereza que corresponde a quien ha corrido la vida, con la certeza de que cuando se acabe, se acabará nomas y… a otra cosa, mariposa.

Por eso, mi mujer -que me acompañó siempre a lo largo de esta penitencia- se quedó muda de asombro, al verme estallar en llanto, a consecuencia de leer una broncínea placa que consagra para siempre, la calidad humana y científica del Dr. Mario Chiappe Costa, signada, nada menos que por el Doctor Carlos Alberto  Seguín, quien fuera nuestro Profesor Principal, cuando cursábamos Pre- Médicas, antes que yo evidenciara la fiebre periodística, que me quita el sueño hasta la fecha.

Lo que dice la placa, en un alto sitial del principal muro del Hospital “Almenara”, rinde –si bien breve- justiciero homenaje a mi doble compadre, hermano de sueños infantiles e infatigable compañero de aquellas fiestas que enriquecieron la inolvidable era de nuestra adolescencia.

Mario, no dejó de estudiar nunca y, siguiendo la huella del Maestro Seguín, se internó en las reconditeces de la psiquiatría folklórica, en su afán de desentrañar los misterios del alma, siguiendo la huella de chamanes y hechiceros de Costa, Sierra y Selva.

Pero eso,  con ser mucho, nunca fue todo. Dueño de un enorme corazón de hombre bueno, conquistó por su eficiencia y disciplina profesional, el alto puesto de Director del Hospital, donde realizó sus primeros estudios y sus iniciales trabajos, en favor de los poseídos por el sufrimiento. Y, por lo general, abandonados por todo el mundo.

El Doctor Mario Chiappe Costa, era psiquiatra, pero no un psiquiatra cualquiera. Era, antes que nada, un valioso ser humano, que se preocupaba personalmente por todos y cada uno de sus pacientes. Él, que jamás bebió un trago, se afanaba por entender a los “borrachitos”. A esos, que una mala noche terminan tirados en medio de la calle.

Mario los rehabilitaba empleando a fondo sus conocimientos profesionales, pero, lo que podría resultar increíble, entablaba conversación con ellos, los escuchaba con piedad cristiana, llegaba al fondo, bajo fondo de sus “motivos” y cuando –más o menos, estaban en condiciones, se ocupaba por averiguar qué pariente -muy pocos lamentablemente-. Estaba dispuesto a acoger a “este enfermo del alma que se suicidaba gradualmente, en medio de la impiadosa indiferencia. Aconsejaba al paciente, no como un censor, ni una especie de amenazante verdugo. Les hablaba como un hermano y casi les pedía por favor, que trataran de moderar el rumbo de sus vidas e incluso volvieran al oficio -en caso de tenerlo- o emprendieran juegos como el ajedrez o el ping pong, a fin de irse reinsertando en lo posible al círculo familiar. Incluso, les regalaba ternos de segundo uso y les habilitaba unos soles, recomendandoles que no los gastaran en trago…

“Los muchachos del barrio”, – ya éramos adultos-  que siempre lo consideramos “uno de los nuestros”, visitamos al Doctor, en su ambiente de trabajo y admirábamos, su cariñosa, humanitaria labor que hasta hoy recuerdan todos los que le conocieron.

Con respecto a los bebedores crónicos, Mario, citaba una frase del poeta polar Homero Manci: “Todos los que son borrachos, no es por el gusto de serlo/ sólo Dios conoce el drama que palpita en cada ebrio…/”. Y lo decía sin perder su sonrisa bonachona, reflejo de su grandeza espiritual inolvidable.

Respecto a ese viejo fantasma que atormenta a los psiquiatras de todo el mundo, Mario creía -como ahora se dice de los viejos- que “no mueren de enfermedad. Mueren de abandono”.

Concretamente, me presentó una tarde a un joven  apuesto y agestado, habitual paciente del Hospital, por haberse enamorado de La Muerte.  Había intentado ya, ocho veces, “La Cita Final”, Lucia cortes en las muñecas y una rebelde fractura de piernas, consecuencia de un salto desde un sexto piso. He olvidado su nombre. Sólo recuerdo que en un aparte de la entrevista, me dijo esbozando una amarga sonrisa que pretendía ser pícara: “en cuanto el doctor se descuide, yo me mato de todas maneras”.

“En su perturbado cerebro, este joven que hubiera podido estelarizar uno de esos “realityes” que están de moda, sostenía que todo el mundo lo criticaba, que nada parecía salirle bien y que ningún miembro de su familia, parecía comprenderlo”.- Y sin embargo, Mario, -nunca sabré porqué- abrigaba la terca esperanza de que “en su momento”, lo reconciliaría con la existencia, al punto de hacerlo  abandonar la terrible ansiedad que lo arrastraba al suicidio.

Cierto amigo a quien llamábamos cariñosamente “Ciego” a causa de su avanzada miopía, me dijo cierta vez: “Si Mario piensa curar a este loco, sera porque son locos los dos”.- Y nos echamos a reír, porque así se ríe, cuando uno no piensa en la muerte y ni siquiera cree que se hará viejo alguna vez.

Cierta tarde, visitaba yo a mi entrañable compadre. Estaba él, inusualmente alegre.- “Ya tengo la solución para  el gringuito”,- me dijo, dejándome de una pieza. Se refería al juvenil “enamorado de la muerte”, a quien el personal del “Pabellón”, vigilaba muy de cerca, día y noche.

Resulta que este refugio de abandonados por el “buen juicio”, había recibido una muy joven y casi bella nueva inquilina. Era una jovencita delgada y pálida, que había fracasado tres noches antes, en su segundo intento de suicidio, ”pastillazo” de por medio.

A la normal entrevista con el Dr. Mario, ella había respondido diciendo: “Es que a mí, nadie me quiere doctor”- Y en ese mismo instante, se sintió iluminado por súbita inspiración.- “Ya está”- me dijo, en medio de las bromas que solíamos intercambiar. “Si hay uno a quien todo el mundo maltrata y hay otra, a quien nadie quiere…pues ya está -repitió.- Los junto, se enamoran y se acabó el problema”.

Y así como lo dijo, lo hizo, mi estimado. Y de ahí en adelante, “los muchachos del barrio”, solíamos ir al hospital, “para ver a los enamorados”. – Linda pareja, mi estimado. Dos muchachos, en la flor de la juventud, caminando tomados de la mano, sonriendo, intercambiando las inocultables miradas de amor. Ella controlaba el horario de las pastillas y él, sacó a relucir una grata vena poética, componiéndole versos románticos a su sorpresiva enamorada.

-¿ Y qué me dices, ahora? me preguntó el Doctor.- ¿El amor existe?¿Si o no?-  “Claro que existe, compadre”-le respondí.-“ Y no sólo existe…además hace milagros que ni los psiquiatras entienden.

Pocos años después, una maldita enfermedad nos arrebató a este ser bueno y talentoso como pocos. Una reverente placa de bronce consagra su recuerdo en el patio principal del Hospital “Almenara”.- Y cada vez que me amenaza la tristeza, su fraterno, alegre  abrazo, vuelve a estremecer mi corazón. Ya nos vemos, querido compadre.

 

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