Octubre de procesión: La calle de los milagros

 

Dios vive en Lima y los limeños se adoban en la hoguera de la creencia religiosa con los fastos multitudinarios, sahumadoras, cánticos y súplicas de clemencia adelantada. El solo nombre pronunciado a gritos de Señor de los Milagros es sinónimo de una gracia adelantada. El Cristo y su imagen transitan por estas calles del Señor. Tras su imagen, millones de fieles piden el cielo como adelanto, a cambio, tienen permiso para vivir con suerte y desparpajo en este valle de lágrimas.

Las conexiones de la fe

Dios existe y los limeños lo conocen de a de veras desde su génesis perpetua. El Dios de Lima es un Cristo crucificado que habita en el mismo Centro de la capital del Perú. Alojado en un templo a la vera de la avenida Tacna, y que se llama así en honor a la provincia peruana al extremo de su sur. Tacna, de abolengo heroico, de resistencia patriótica en tiempo de la guerra con Chile y que resulta tan cara a la memoria más patrimonial que sensible del nacional emblemático que siempre advirtió sin sorna que Dios era peruano y su rival chileno.

La avenida luce abigarrada de urgencias inclementes a las seis de la tarde y ningún creyente osa pronosticar que divinidad alguna se atreva a devolverles la calma. La gran calle cruza la ciudad como una cicatriz gusanera y sus personajes no sólo buscan el cielo y el pan sino que forman un mosaico de penitentes en angustia. Ora piden limosna de hinojos, ora, navaja en mano, exigen una cartera y a veces cortan. Así, como un ejercicio para alcanzar el paradero celestial, la marcha es lenta y entre los buses y colectivos; entre los sordos estudiantes de oratoria, los ambulantes sedentarios y los mercachifles de solera. En medio de los drogos y alcoholizados del por siempre jamás y los toldos del caldo de gallina. Sí, aquel potaje de la ave madre para sus hijos carentes más de proteínas y moral, de calcio y vergüenza pero que gozan de la geografía divina porque tienen como vecino a ese Dios nacional, el Cristo limeño, el Señor de los Milagros.

Y el paisaje de rostros cetrinos y agridulces, aquel semblante del peruano de nuevo cuño, el personaje de un país que es promesa y deuda a la vez, se ilumina porque ahí se ubica el templo de las Nazarenas. Y el edificio no es de aquellas iglesias pretenciosas de recargado semblante como la mayoría de templos con pedigrí y sello colonial. Más bien luce sencilla como si sus muros no quisieran desmerecer la importancia de aquel Dios cromáticamente nazareno que habita al interior de sus naves adormiladas en un solemne estruendo o silencio, que es lo mismo, stereo más que celestial.

Los limeños son desparpajados genéticamente hablando. Pecan sin compasión, abusan apasionadamente, aman la flojera financiera y la pereza creativa que les otorga la arquitectura de su ciudad que es emblema de la huachafería –aquel pecado mortal del mal gusto y salmo de la pedantería del pobre—y la cultura del parche. Cierto, pero los de Lima, gozan y abusan de la fe de su protector. Y el Señor de los Milagros es más que rito, rezo y oficio. Es cómplice y compañero de ruta o travesía porque aparece como amuleto de billetera, como colgajo de mujer de pechos, como estampita en el ornado de los colectiveros [«Dios es mi copiloto», se lee en el parabrisas], como tatuaje en el brazo del maloso y hasta es detalle fachosos en la lencería de las damas de la noche que lo erigido, divino, como su pope y factótum del catre.

Ya lo decía la fe del fanático Nietzsche, que el pecado nació con las religiones, y sin un Dios que ofender, no habría pecadores. Cierto, hubiera reasegurado Oswaldo Reynoso autor de la sacro santa En octubre no hay milagros –novela atea gracias a Dios–, si Dios ha muerto, los pecadores están, como juraría Denegri todo de blanco, desocupados y viviendo del hurto eclesiástico. Los limeños no genéticos sino invasores sospechan que los linderos del bien y el mal es acometer un pecado y luego esperar octubre para garantizar su salvación. Entonces la imagen del Cristo Morado más que vacuna de una existencia virtuosa es una provocación para una vida viciosa. Lima, ya lo dijo Zelada, limita por el Norte con el adulterio, por el Sur con el robo, por el Este con la avaricia y por el Oeste con el mar de la lujuria que es el morir, de placer. El cielo, ese paraíso perdido, no figura en su mapa salvo en octubre.

Los atajos del Credo

«Ha pasado imponente, pausada, rumorosa, fragante, solemne. Y su paso ha revivido en nuestro espíritu el recuerdo de tiempos lejanos, en que floreció amablemente el dulce misticismo de nuestros abuelos». Quien describe este suceso es José Carlos Mariátegui, escritor marxista de culto comunista y fe confesa. Y el texto pertenece a «La procesión tradicional», una crónica publicada en el diario La Prensa el 20 de octubre de 1914. En aquel tiempo, El Amauta firmaba por ese caprichito tan limeño y huchafoso como Juan Croniqueur. Pero Mariátegui era más perspicaz que ateo gracias a Dios, y entendió en esa fecha que, a pesar de que la procesión era uno de los últimos resabios de un pasado abombado y tradicional, en ella palpitaba el alma de un pueblo de criollos y cholos, perezosos y juerguistas, místicos y sensuales, que tanto habían glorificado el abigarramiento de las pompas religiosas.

Anclado al espíritu de ese culto y fiesta pluriclasista a la limeña, el cronista creía que no sólo era el fervor religioso o el prestigio de «los milagros», que generoso prodigaba el Cristo de los limeños, aquello que lo hacía congregar año tras año a miles de fieles tras la imagen venerada y que le otorgaba a ese liturgia tal carácter de suntuosidad y de pompa, sino que además era el íntimo secreto del entrañable culto que habitaba en el limeño con relación a la única de las festividades que en esa época –y hasta el Perú de los Apus y el más puro achichamiento de nuestros días—le recordaba su tradición y sus costumbres, es decir, era ese instintivo sentimiento amoroso y de respeto por el pasado –la memoria tiene sus chantajes de ternura–que huía como agua entre los dedos del limosnero.

Y si Dios vive en Lima no es un ser divino y cómodo y apoltronado; todo lo contrario. En octubre o cuando es necesario, este Dios limeño toma el nombre del Señor de los Milagros y sale a recorrer sus calles y visitar a sus fieles, a ubicar sus problemas y, como buen guardián de la ciudad, a enterarse del chisme –ese secreto a voces tan caro al sentimiento del limeño—y a promover uno de los más interesantes procesos de sincretismo religiosos propios de las yuxtapuestas expresiones de hibridez cultural de fe que se galvanizan en el imaginario del mestizo e indio latinoamericano, o aquel criollo engendrado entre los esnobismos de sus genomas y sus imperiosas necesidades de modernidad.

Y para católicos, los limeños y desde su edad de adobe, porque en su complejidad etnocultural asimilaron la diáspora de los catolicismos encontrados. Como diría el jesuita Marzal Fuentes [1], los citadinos asumieron un catolicismo transplantado, que no era otra que la religión de España traída al más grande virreinato de América del Sur. De esta manera Santa Rosa de Lima pudo haber nacido y sufrido en Sevilla y ser un personaje santo a la andaluza, sin que la vida y milagros de la santa limeña cambiasen tanto. Afirma Marzal que aquí funcionó un catolicismo mestizo, aquella fusión de preceptos ibéricos y autóctonos. Y aquí sucedió, de manera relevante y en el corazón del Tahuantinsuyo, un catolicismo sincrético caracterizado por la tenaz y peculiar persistencia-resistencia de un misticismo indígena que trascendió hasta los días del traumático proceso de la llamada extirpación de las idolatrías.

El Señor de la canela

El Señor de los Milagros, así, es un producto místico propio de la colonia. Y el Perú colonial fue un ejemplo de florecimiento de la iglesia en toda América. Verdad divina, en ninguna otra colonia o capitanía o reducto invasor se ofertaron tanto santos canonizados, ni hubo tantos muertos ilustres en aromas a santidad. Como asegura Marzal: «Eran peruanos que se convirtieron en modelos religiosos para la iglesia universal y que pertenecían no sólo al mundo de los vencedores españoles o criollos, como Toribio de Mogrovejo o Santa Rosa de Lima, sino también al mundo de los vencidos como el mulato San Martín de Porres…»[2]. En esos pagos del Señor tendríamos que ubicar, y sin ninguna duda, al Señor de los Milagros.

Estadísticamente se diría que el Perú de todas las sangres, a la mejor manera más de Alejandro Toledo que de José María Arguedas, es masivamente católico pero la suya es una religiosidad de censo y de forma. Los católicos limeños son todo lo que uno se imagina pero no son practicantes, aquellos militantes de la fe ciega. Su devoción es todo caso es de etiqueta que obliga al carné social. Digamos, bautizos, primeras comuniones, matrimonios o misas de difuntos. Es pues un culto de fachas. Se va a misa como se va al Jockey Plaza. La fe o el shopping, qué más da. De otra manera no se entiende por qué la vocación sacerdotal está tan venida a menos –no hablemos del pánico al celibato del sacerdote diocesano– y, en los estratos de los segmentos C, D y E, hoy estén de moda las religiones gutaperchas –tapar el cielo con las rodillas—tipo iglesia Pare de sufrir o las tendencias empujen a la masa excéntrica a los fastos de los Israelitas del Nuevo Pacto Universal, que visten túnicas, degüellan patos y lucen hirsutas barbas indolentes en la patria de los lampiños.

Hermanos, volvamos. El antropólogo Luis Millones [3] afirma, entre otras rarezas de culto, que esta aparente apatía celestial y romana de los peruanos no significa que el país no sea religioso. No señor, hay que buscar la religiosidad en otros planos del espíritu nacional y en otros espacios prescritos por los sermones, el Catecismo o las páginas de la Biblia. De ahí que la convocatoria masiva del Señor de los Milagros lo obligue a la siguiente reflexión: «Pareciera ser el mentís oportuno a toda duda de la fuerza del catolicismo militante de los limeños. Sin embargo la revisión cuidadosa de la procesión […] nos pone alerta con respecto a los verdaderos intereses de los fieles. Quienes asisten a las procesiones con fervor, no necesariamente son cumplidores con los preceptos de la Iglesia, y es probable que la mayoría se asome a los actos litúrgicos sólo una vez al año».

No le falta razón a Millones. Los limeños asumen que su procesión [«…acompañaremos al Señor Cristo Moreno/ Señor de los Milagros y Patrón de la ciudad». Canta el valse de Fiesta Criolla], significa mucho más que profesión de un culto. Es verbena y también feria. El suceso da lugar al llamado mistic market: se compra y se vende toda clase de objetos prodigiosos desde aquellos que lucen la imagen y la grafía del «Patrón» [cuadros, estampitas, colgajos y los llamados aberrantemente «hábitos» –que no hacen al monje–, detentes, cordones, corbatas etc.] hasta sahumerios, cirios, altares, librejos, casetes; y como debe ser, se fortifica una auténtica culinaria non santa a base de interiores carnales de vacuno sin prueba, mondongos y visceras y subrayado, el noble corazón de res y su punta de lanza pinchista: el anticucho, y el corazón de la harina de camote: el picarón, y el corazón de corazones: el turrón.

Muchedumbre raudálica, maremagnum de fe, es eso lo que explica el rito de la procesión del Señor de los Milagros a secas. Una manifestación descomunal que durante más de un mes recibe el aliento literal de su ferviente pueblo y que cada año se ha obligado a ampliar su recorrido que hasta hace un tiempo apenas llegaba a cubrir las calles y jirones del Centro de Lima y sus barrios más tradicionales y sus rincones con tufo a solera. Hoy, la procesión alcanza los distritos más deprimidos de la ciudad, a tal punto que reingeniería popular ha adaptado un enorme trailer –«el moradomovil»– que traslada la pesada imagen con rumbo hacia los conos [dónde tanto hace falta] y el trazado de su geografía de la miseria. De esta manera el fárrago de la cristiandad tiene en el Señor de los Milagros al símbolo de una creencia tumultuosa que cada vez y desde hace tres siglos convoca multitudes que nunca jamás, líder político alguno hubiera podido reunir.

Criolla, negra y celestial

La edición especial de El Observador del Vaticano reconoce a los fastos del Señor de los Milagros como la más grande expresión de fe católica en el mundo en forma de procesión, e decir, que es la imagen consagrada que se moviliza y transita, visita iglesias, llega a hospitales, roza las cárceles y se acerca a la vera del río tramado por los bienaventurados fieles de a pie. Cierto, la sigue en fastuosidad la peregrinación de la Virgen de Guadalupe en México, que tiene otro nervio y otros engranajes de piedad y, desde España, la procesión de la Virgen de la Macarena en Sevilla, también distinta, donde los fieles no acompañan sino que observan –las miradas del alma—su paso conmovedor.

Y si el Señor de los Milagros ahora es criollo, pues habría que preguntarse qué de santo tiene lo llamado criollo-limeño. Existe una música criolla, una culinaria criolla y hasta una actitud achorada que también es hija de lo criollo. Hugo Neira [4] explica que la procesión del Señor de los Milagros no sólo es católica y multitudinaria sino también es criolla. Y recuerda que el joven Mariátegui tenía razón en ocuparse de su significación. «¿No hay un catolicismo de este tipo en Europa? No, no lo hay. Hay romerías, como las andaluzas, con todo menos numerosas. Sólo la plaza de San Pedro en Roma y en las grandes ocasiones. ¿Qué tiene de especial la procesión limeña? Dejemos de lado las vivanderas y los apretujones. Tiene el fervor del corazón. El catolicismo latinoamericano es más explícito, más extrovertido, más popular […] Esa religiosidad tan nuestra ¿es sentimental por criolla o criolla por sentimental? Veamos.

La historia cuenta que fue un hijo turbio de esclavo angolés quien pintara de manera grosera la imagen de un Cristo crucificado sobre un muro de adobes mal revestido de un humilde corral junto a un camino poco transitado en el barrio de Pachacamilla. Lo notable del asunto es que sobre esa mima pared desvencijada se levanta hoy el altar mayor de la iglesia de las Nazarenas donde se erige, abarcando casi una manzana, el complejo del convento del mismo nombre. Pero es más curiosa la historia y adquiere ribetes de leyenda cuando el imaginario del creyente afirma que fue un oscuro y anónimo pintor de brocha gorda, transgredido por la mano sabia de divinidad ignota, quien perfeccionó los trazos de aquel Cristo en 1651, tal cual conocemos su imagen hoy.

El tiempo jugó a su favor y la pintura se hizo de fama mas no de popularidad mística porque era visitada por dudosos viandantes que cruzaba los caminos y como si alguna luz extraña los llamara, caían rendidos ante la imagen a tal punto que ésta fue protegida por una suerte de galpón, lugar obligado de peregrinación de media estofa. Se dice que fue don Andrés Antonio de León, vecino del villorrio, quien ordenó el corralón y pidió a la cercana iglesia de San Sebastián [según la mayoría de cronista españoles, la primera iglesia que se construyó en Lima] le obsequie flores y velas para, casi sin tener noción de lo que se venía gestando, dar inicio a un culto que cada vez se hizo mayor y multitudinario, cierto, aclarando que desde la fundación de la primera cofradía, el colectivo de fe estaba compuesto masivamente por negros, zambos, sacalaguas, cabeceados y descendientes casi directos de los esclavos negros a quienes les habían quitado todo menos su música y su misticismo.

Por qué los seres no son de igual color

Como afirma Aldo Panfichi [5], dos son las instituciones afroperunas que han alcanzado visibilidad y presencia nacional; una de ellas es la pasión deportiva por el club de fútbol Alianza Lima y la otra el culto al Señor de los Milagros. Advierte el sociólogo que la mezcla de elementos africanos y católicos en el culto al Cristo Morado no fue bien vista por la jerarquía de la Iglesia Católica pero es a partir de 1890, como también asegura Susan Stokes [6], que el culto a la imagen va ganado a otros sectores sociales disminuyendo al mismo tiempo la autonomía como fenómeno propiamente negro, que en un principio era de rito con danzas, jaranas y zarabandas propia de los dioses africanos como Zanajari o Nyamatsane: «a partir de 1920 la apertura se acentúa con el ingreso al culto de personas blancas y de posición económica media y alta»; es decir la hoy llamada pituquería.

Abraham Valdelomar, ácrata, acróbata y aristócrata; bañado en miel y confites del cielo describe en una celebrada entrevista al propio Señor de los Milagros firmada como El Conde de Lemos: «Esta humanidad mestiza y creyente comineza a hervir como una paila de miel de chancaca […] La multitud llena de trajes morados, lilas, azules y negros, parece un crepúsculo hecho pedazos. Una cara negra, gorda, grande, grasosa y femenina mira arrobada los pendones. Un negrito sopla el sahumador: tal el demonio atizando una hoguera. Vense con profusión, mesas de vivanderas, balaes de bizcochos cabezones como niños recién nacidos, jarrones de chicha. Fraternizan en el ambiente el perfume divino del incienso y el criollo olor de anticuchos. Dos señoritas «que no son menos que nadie» cuchichean en voz baja. Los turroneros imponen su mal castellano sobre las voces breves de la multitud. Jóvenes «decentes» cuyos zapatos de cañas claras testifican la nacional preocupación de los pies dicen piropos» [7]. En resumen, El Cristo Morado es fe y reverencia pecadora pero es también olor a tradición, perfume al pasado, criollismo a la limeña.

El 20 de octubre de 1687 un terremoto asoló Lima y el puerto del Callao. El Duque de la Palata era le virrey del Perú y al cuidado de la imagen estaba don Sebastián de Antuñano y Rivas quien tuvo la feliz iniciativa de sacar en procesión un lienzo que era copia del mural milagroso. A pesar del devastador sismo que había dejado por los suelos a las casas vecinas, el muro donde estaba pintado el Cristo Morado había quedado intacto. En aquel tiempo, los limeños eran devotos de la Virgen de la Candelaria, no obstante, fue tal la ola creciente de fe popular que generaba El Señor de los Milagros que la plebe –negra en su mayoría—obligó a colocar y hacer pernoctar la imagen de su Cristo junto a la de la Virgen en una amplia tienda de campaña que se alzó en la Plaza de Armas.

Desde aquella vez, la jerarquía eclesiástica se vio forzada a reconocer oficialmente la imagen del Cristo Morado por el fervor que despertaba y ya en 1747, incorpora al reverso de su figura la imagen del Virgen de la Nubes, mandándose a construir macizas andas de madera para su traslado en trayectos cortos. Pero la fe fue mucho más ambiciosa y los limeños impusieron su estilo y en el mes de octubre se hizo popular la Fiesta de Lima y el Señor de los Milagros fue nombrado con pompas y magnificencias como ya señale: «Patrón de la ciudad».

Don Sebastián Antuñano fue nombrado entonces primer mayordomo de la Hermandad del Señor de los Milagros y que desde ese momento se constituyó en la organización laica que se encarga de conducir el traslado, seguridad y protección de todos los detalles de la torrentosa procesión. La hermandad cuenta con veinte cuadrillas. Cada cuadrilla aglutina a 200 «hermanos» [así llaman a cada miembro de las cuadrillas] y está organizada con un capataz, un subcapataz, un tesorero y hasta diez cereros, aquellos que se encargan de colocar las velas y otros tantos mistureros, los que tiene la responsabilidad de disponer las flores.

Las andas del Señor de los Milagros pesan más de dos toneladas y para muchos es una enorme joya labrada en oro y plata. A cada cuadrilla le corresponde cargar un trecho de 200 metros que se divide en cinco sectores. Tamaña carga es trasladada a paso lento por 32 «hermanos» que son remplazados en cada sector, es decir, cada 40 metros. Existen cuadrillas especializadas como la número 16, encargada de todos los aspectos de auxilios y emergencias, y la cuadrilla 17 a quien le compete de cuidar al Cristo Morado cuando sale y regresa al templo de las Nazarenas.

El Señor de los Milagros no sólo ha fermentado la fe multitudinaria de sus fieles sino que ha originado una amplia cultura de costumbres que alimenta desde una sápida y única culinaria criolla hasta una mágica parafernalia de cánticos, salmos y rituales amen de una iconografía e imágenes que hacen de Lima, en el mes de octubre, en un rincón del planeta teñido de morado nazareno, que existe más allá del mal llamado criollismo –melindrosa expresión quejosa del sentir costeño—y que se encuentra como credo vivo habitando en las fibras más sensibles del acervo cultural peruano.

Notas

[1] Marzal Fuentes, Manuel, S.J.: La transformación religiosa peruana. Lima: 1983, citada en Encuentro de dos mundos. Banco de la Nación Ediciones, 1991.
[2] Ibid., pp. 98.
[3] Millones, Luis: El rostro de la fe. Doce ensayos de religiosidad andina. Sevilla: Universidad Pablo de Olavide y Fundación El Monte, 1997.
[4] Neira, Hugo: Hacia la tercera mitad. Perú XVI-XX. Ensayos de relectura herética. Lima: Fondo Editorial Sidea, Segunda edición, 1997.
[5] Panfichi, Aldo: Africanía, barrios populares y cultura criolla a inicios del siglo XX. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2000.
[6] Stokes, Susan: «Etnicidad y clase social. Los afroperuanos en Lima 1900-1930», en Lima obrera 1900-1930, Vol.II Lima: Editorial El Virrey, 1987.
[7] Valdelomar, Abraham. Reportaje al Señor de los Milagros. En La Prensa. Lima: 20 de octubre de 1915, pp. 3-4.

 

Leave a Reply