Rosita Ríos está viva

 

Rosita Ríos concibió los piqueos criollos por osmosis barrial. Esa suerte de plataforma gozosa de varios platos al unísono y con fondo musical. Rosita Ríos implantó el amotinamiento gastronómico para bien. Rosita Ríos es una de las primeras cocineras de firma y signo. El suyo fue el restaurante criollo de los cincuentas en Lima. La primera institución representativa y liberal de una capital que disimulaba una concurrencia tan diversa como importante de cambios culturales y sociales que engendraron una nueva experiencia urbana. Lima se acholaba también es sus ollas después de ser nativa, mora, negra, china, italiana, francesa y japonesa. Rosita Ríos amenguó el roce y consolidó la cocina mestiza y criolla y urdió el establecimiento plural y participativo.

María Rosa Ríos Portales, Rosita Ríos, nació el 28 de agosto de 1879 (1881 dicen otros) en los Barrios Altos. Al Este del Centro histórico de Lima, en el ensanche de ralea y prez popular. Cocinaba la señora Ríos y lo hacía de mil amores. Entonces se hizo conocida. En 1935 establece su primera casa de comidas en la cuadra 6 de la avenida Francisco Pizarro en el distrito del Rímac. No tuvo problema con el bautizo, le puso su nombre, Rosita Ríos. Fue suficiente para esta dama hija del albañil chiclayano, José Ríos y Antonieta Portal, limeña, heredera de la sabiduría que emerge de peroles y sartenes de la enjundia de la más entrañable sazón criolla limeña. Rosita era de genio y, dueña de sí, a sus 19 años le juró amor eterno al joven Artemio Barrenechea. Cierto, todavía no había llegado la televisión a la capital. Así que tuvieron 19 hijos.

De antiguo entonces era leyenda. En 1928, durante el gobierno de Leguía, se presentó con una batería de platos al campeonato de vivanderas de la concurrida Fiesta de Amancaes. Una suerte de Mistura de aquellos años más jarana criolla en santidad de piscos y cachinas. Dicen que reveló esa vez y junto a su familia, una Carapulca de rechupete, unos Anticuchos de corazones estoicos, un Cau cau de camarones en los caldos de la yerbabuena, una Patita de chancho celoso y, la conmoción la originó su Seviche (que antes se escribía de esa manera) de bonifacios retozones. Así ya la habían bautizado como la Reina de la cocina criolla y era para tanto. Sus creaciones incidían en las memorias de los paladares y raspaban las retentivas de los guargüeros más evocadores.

Déjense de cuatro cosas, Rosita Ríos ere una humilde vivandera que tenía reconocimiento en los Barrios Altos –una suerte de la anticucherista Grimanesa en Miraflores– hasta donde llegaban a saborear de su mano. Ya en la década de los cuarenta era reconocida por sus potajes y se establece en un pequeño local en la zona del Malambo negro rimence. Antes de mudarse a la Urbanización Ciudad y Campo, ocupa un local en General Vidal y luego en 1957 se establece ahí, donde se hizo famosa, en la avenida El Altillo Número 100 que luego se llamaría avenida Cajatambo y ahora lleva el nombre de Lorenzo de Encalada.

Guillermo Thorndike bautizó aquellos tiempos como “Los apachurrantes años 50”, José Matos Mar escribió su clásico “Desborde popular y crisis del Estado” y hoy el profesor en la Université Paris Descartes, Danilo Martuccelli, acaba de editar “Lima y sus arenas. Poderes sociales y jerarquías culturales”. Todos estos trabajos y muchos más tratan de entender esos años 50 –modestamente soy de la idea que de esos días es la cuarta fundación de Lima– cuando ocurren cambios estructurales en una sociedad que de por sí ya era muy compleja. El espacio público limeño va fecundar nuevos formatos urbanos a partir de sus nuevos vecinos. Los provincianos –de todo el Perú— trastocarán las jerarquías sociales, económicas y culturales y luego del natural colapso ciudadano, se produce el ensamblaje metropolitano entre lo tradicional y lo inédito. Aquello se ve retratado básicamente en sus expresiones sociales y culturales. En ese escenario amanece la sazón de Rosita Ríos.

Lima era una ciudad conventual y de costumbres. En el plano de su gastronomía las cocinas públicas eran escasas –baste comparar con Buenos Aires o Sao Paulo— y éstas solo se ubicaban en el Centro histórico capitalino. Las crónicas advierten que en el primer hervor republicano y con la ida de los comerciantes españoles de Lima, los franceses se ponen de moda con su cocina. De esa época también es el napolitano Giussepe Coppola quien funda el primer restaurante peruano donde solo se ofrecía comida francesa. Antonio Raimondi cuenta en su libro “El Perú. Itinerarios de viajes, 1865”, de las primera posadas (restaurantes) y el francés Max Radiguet en su texto “Souveniers de l’Amerique Espagnole”, que en 1841 funcionaba la fonda del francés M. Maury –luego el Hotel Maury– reputada por la calidad de su cocina y revela también que en 1848, Aurelio Layet abrió un restaurante en la plazuela El Teatro, y en 1872, se inauguró el restaurante de la “Exposición en el parque del mismo nombre.

Existe pues el restaurante, no como ahora. Su oferta eran pucheros, guisos hasta llegar al Sancochado, piedra angular de la nueva cocina de esta parte del mundo. Ese potaje no obstante es de fabricación mística. No tanto, hay un sesgo a impronta de frailes y monjas. La religión era norma y credo y guiso. Los frailes transforman el plato ibérico (Cocido) y preparan el terreno para los Chupes, aquella perfección del estofado. Ya estaban por llegar la Carapulca, el Locro, la Quinua atamalada, los Picantes. Curioso, las crónicas no cuentas de pescados y menos de platos marineros. A principios del siglo XX ya está consolidado el Jardín Estrasburgo de la dupla Turchi y Boggio. Con su afiche donde se alcanza a leer: “Restaurant, heladería y bar”. Ubicado en la Plaza de Armas, en el Portal de Escribanos 122 y donde se invita a las familias limeñas a banquetes, convites y saraos.

En mi antigua casa alta y con sus siete ventanas no existían relojes. El tiempo se medía con música, música de la radio, música criollas, valses, marineras, pero también mambos, guarachas y boleros. Para la ceremonia del almuerzo, a las 12 del día, Radio Libertad y el programa “Ritmo y sabor con la Sonora Matancera” con Javier Chávez y Víctor Montero. A las 12 y 30 Radio Victoria y Los embajadores criollos. Varillas, Correa, Rodríguez. Los Ídolos del Pueblo presentados por el “Animador de las multitudes”, el Maestro José Lázaro Tello. Entonces uno sabía a qué horas eran las cosas importantes, ese orgasmo para la tripa.

Siempre me pregunté qué conexión tiene el acto de comer y el oír música al momento de masticar. El tema es profundo y de literatura profusa. Se dice que la mayoría de nuestras experiencias sensoriales trenzan a las melodías con las comidas y la bebidas. Un ejemplo sencillo: “el crujido de un alimento es parte de la experiencia al comerlo y puede predisponernos a que nos guste más o menos al ser una pista sobre su frescura”. Para John Spence, los sonidos agudos mejoran la percepción de los dulces y los graves realzan el sabor amargo de los alimentos. Por ello mis cebiches son sonoros, con compás, ritmo y melodía. En el plano de los licores, a los vinos, espumantes y piscos de uvas albilla, torontel, negra criolla o quebranta le viene muy bien la música clásica o de ópera. Es música de axiomas y conciertos, que consigue que los sabores perduren por más tiempo.

En 1964 era tal el éxito del Restaurante Rosita Ríos que los ejecutivos de la disquera Sono Radio decidieron lanzar un disco de música criolla con la imagen de la cocinara posando en el interior de su local. Es la primera experiencia donde se reúne dos expresiones masivas que operaban en esos días en el meollo de la cultura popular en Lima: la cocina y la música criolla. El álbum fue producido por Carlos Zavala y Mario Cavagnaro –a cargo de la dirección musical— y recién pudo ser editado el 23 de julio de 1965. En el lado A figura un potpurrí de 11 valses, 6 polkas y una marinera y resbalosa que interpretan Los Trovadores del Norte, el dúo Costa y Monteverde, Esther Granados, Las Limeñitas, Oswaldo Campos y Vilma Cornejo. En el lado B se lucen Edith Barr, Pancho Jiménez, Los Mocheritos, Maritza Rodríguez y Jesús Vásquez.

Rosita Ríos democratizó las entrañas, tripas elásticas y sus aderezos. Fue difícil pero ella maduró la idea en el uso del mondongo e interiores en las cocinas de las elites. Cierto fue una ruptura cultural. Un solo ejemplo: El corazón de res de los anticuchos –que es de origen árabe– remplaza al lomo vacuno y sabe mejor. Esa transformación es posible porque existía una cocina negra, de prosapia clasista en las casa acomodadas. Germina así la idea de la olla democrática aunque a regañadientes. Otro aporte es la huerta. Antes de los cincuenta, la capital peruana era un inmenso vergel. En mi estudio, Las venas de Lima, trato el tema de la cocinas del tambo o hacienda que se populariza en ese tiempo cuando el limeño asiste en días de fiesta a estas casas huerta –en zonas de lo que es hoy Ate, San Luis, San Borja, Surco— donde se preparan huatias, chupes de camarones, guisos y piqueos que se asentaban con piscos y vinos que se producían ahí mismo.

Lima en los años cincuenta era una ciudad cautelosa y tesorera que engendraba otra urbe compleja de roces y restriegues, de fricciones y erosiones. Los migrantes se habían confundido con las reservas limeñas de baja estofa y reclamaba podio y vocerío. En el Rímac por ejemplo, a la visión cucufata de Raúl Porras Barrenechea del río, el puente y la alameda le brota el forúnculo de la vicaría chola, negra y mestiza que atiza los fogones de una cocina de estrago y acometimiento. La vieja villa limeña entonces es rodeada desde Villacampa y hasta Caja de Agua. De Caquetá al Jirón Trujillo.

En el Barrio Obrero del Rímac –conjunto habitacional de linajes, por ejemplo, entre Jarana, Amor finos y Agua de nieves, el cantor y compositor Luciano Huambachano Temoche, natural del barrio de Malambo, reunía en su nueva morada (Pasaje tercero 254 del Cuarto Barrio Obrero, en el Puente del Ejército) a “Los 12 pares de Francia”, cofradía de músicos negros y decimistas que tenían como comandante al gran Augusto Ascuez Villanueva, su hermano Elías, primos y comadres. Desde Aucayama (Huaral) aparecía Porfirio Vásquez Aparicio y traía cuadrilla comprobada. Antes del viernes llegaban con fideítos y pailas la gente del Callejón del Buque y se armaba el jolgorio. Ya de edad se acercaban los enterados, don Nicanor Campos, don Higinio Quintana, don Mateo Sancho Dávila y don Santiago Villanueva, máster del verso y la improvisación. Al final, se hacían extrañar Augusto “El Curita” Gonzáles, Manuel Covarrubias, Ernesto Soto, Ricardo del Valle “Mil Quinientos”, pero llegaban y no se perdían el jaleo.

Lo criollo cultural solo opera cuando es genuino. Debo reconocer que en el caso de la esencia negra hay cuatro pilares robustos que la sostienen: la música (y su poesía popular), la religión con el soporte del Señor de los milagros, el fútbol y el club Alianza Lima y cierto, la cocina y su exponente mayor, Rosita Ríos. De su técnica se sabe lo que corresponde. Que amén de utilizar ollas de barro y cocina a querosene, guisaba en ollas pequeñas, varias, pero de no muy grandes. La proporción entonces de las sustancias tenía mejor control. La sustancia es calidad del producto pero también es tiempo. Rosita Ríos madrugaba, es decir, preveía los soportes, las sustancias, los aderezos. En uno de los pocos testimonios que existen de ella cuenta que de niña la llevaban a apoyar en los Catus, una suerte de ferias muy populares (otros las llamaban tómbolas) donde se ejercía el truque de alimentos y de la preparación de alimentos a vista y paciencia de todos.

Me contaba la gran Valentina Barrionuevo –acaso su más tierna competidora– que los domingos, la familia Arteaga-Barrionuevo se mudaba con olla y toldo a la casa del cholo Huambachano. El 24 de noviembre era su cumpleaños, ahí no más, cerquita al de “El Manchao” Arteaga, y así se acoplaban a la misma jarana. Entonces, Augusto y Elías Ascuez se mandaban con el vals “Barrio bajopontino” del dueño de la casa y el “Chino” Ernesto Soto replicaba con su tema “La Abeja”. Entonces, don José Arana Cruz, el gran “Patuto”, médico cirujano del fútbol, que también cantaba sus valses, se hacía la señal de la cruz y junto al “Curita” González se iban a una esquina a remojar la envidia. Un Cau cau de Sabina, la mujer de Huambachano, bastaba para apaciguar y guardar oído. Sabina, para muchos, imitaba la sazón de Rosita Ríos y de Valentina, pero jamás las pudo igualar.

En el restaurante Rosita Ríos la cocina criolla tuvo su consolidación. Permítanme que insista, que no se comía en otra parte ese Arroz con pato a la limeña, la Carapulca de papa al natural y charque, el Olluquito con chalona, la Causa rellena de camarones, el Cau cau de mondongo fresco, el Ají de gallina, pero de gallina. El Cebiche de lisa, el Escabeche de bonito, los Anticuchos a parrilla de leña, La sangrecita de chancho del Norte chico, la Chanfainita de bofe tierno y la Papa rellena con recado de lomo. Los postres, sí los mejores, el Arroz con leche, la Mazamorra morada, el Budín de panetón, los Picarones en miel de chancaca y todos los caldos y chupes de reserva. Un festín.

CODA

Rosita Ríos murió de muerte natural aunque para que siga el negocio dijeron que fue un derrame cerebral. Eran las 7 y 15 de la mañana del 6 de julio de 1966 la mejor cocinera de Lima fallecía en la clínica del Hospital Loayza, Lima, cuando faltaba un mes para que cumpla 87 años de edad. Ahora veo la edición del diario Expreso del 7 de Julio de ese año. Cierto, se le hace un merecido homenaje 1966. Cierto también, ya de muerta, cuando antes ni la nombraban porque decían, necios, que lo de ella era cocina de negros. ¿Vieron? No diré más.

 

Leave a Reply