Susana Baca: Cantos de la adoración negra

 

Desde ese vez cuando Susana Baca miró por primera vez la bahía de Lima desde el malecón de Chorrillos, y era una mañana de sol tibio y cómplice; dicen que oyó con el corazón el rumor del mar trenzado a las sordas cántigas del cielo generoso y les proclamó y prometió a grito pelado que desde ese día sus himnos se harían canto para entibiar las iras del alma y darle resuello a los espíritus tristes. Dijo más, que su música sería el fresco murmullo que vigorizaría las alegrías de su gente, los desterrados del lujo, los amantes de los besos intensos, los creyentes de la poesía simple que tienen la mirada de ojos probos. Ese fue su ayer, pasaría un largo de memoria, toda una intensa vida hasta aquella noche de este 2002 cuando se hizo merecedora del Grammy Latino. Por ser de justicia, justicia poética que le dicen.

Su vida toma forma desde aquel recuerdo que le habla, que le confiesa que llegó a vivir a una azotea de Chorrillos, una casa añosa que divisaba el océano acerado. Susana Baca había nacido en el barrio de Lince en lo que fue la hacienda Lobatón y donde los negros limeños habían preservado su historia remota con el lenguaje mágico de sus landós, pregones y panalivios. De ese tiempo viene su romance con las gaviotas, de esos años se remonta su amor aternurado con los peces y la policromía de los ajíes.

Y cantaba lo que otros cantaban. Y transformaba en melodía los armoniosos ruidos de los asuntos naturales. Tarareaba las aguas encrespadas, los batientes sonidos de los pájaros, el rumor del viento cuando roza la piel de los árboles al amanecer. Alameda y bajada a Agua Dulce y Susana chiquitita de la mano de su madre y su canasta que atraía los pescados torcidos aún y briosos del sabor del esplendor. El muelle de los pescadores y la gente de mar que le contaban historias de naufragios y de tempestades. Sus tías festivas que bailaban y cantaban a coro con las garúas y los relatos de aparecidos que ella oía entre asombros y por las noches cuando sus manitas se engarzaban a los cabellos de la abuela.

Simple vida, existencia intensa. Sólo la guitarra de su padre la amotinaba de encantos. Y él tocaba como quien bordaba el trenzado del ancestro y el ojo del visionario. Pero hay que decirlo de alguna vez. Que era descendiente de africanos y papá sabía que desde la cuenca del río Níger, aquellos traficantes de extramares, trajeron a sus abuelos encadenados y desnudos, que todo se les arrebató menos su música y su religión. Y Susana asumió el encargo porque después, cuando estudió el origen de su genoma, entendió que en ella se hacía canción ese sincretismo de fe y de esperanzas.

La herencia negra en un Perú mestizo es fascinante y harto compleja. Desde la colonia, los negros vivieron en situación de opresión y segregación y/o exclusión oficial. No obstante, de aquella involuntaria llegada a nuestras playas, su articulación con los indios y criollos de la costa, enriqueció la tradición mestiza de estas tierras. ¡Vaya uno a confrontar esa sabiduría medicinal, el genio culinario, aquel espíritu celebrante y la imaginación religiosa, todos armonizados por los cantos! Porque no fue un solo tipo de negro el que llegó en calidad de esclavo, existió al contrario una población heterogénea en esos casi cien mil africanos que forjaron la tradición criolla peruana, que por cierto fue la simiente de artistas negros que fundaron dinastías y estilos, adobados en un crisol gozoso y al mismo tiempo cruel e injusto. Esa fue parte de la diáspora que regó su sangre en las haciendas costeñas, ese su orgullo y su cadencia. Familias como los Santa Cruz, los Ascuez, los Vásquez, los Ballumbrosio, los Campos, cada uno en su tiempo y a su manera, aportaron en ese saber que conjugaba la tradición oral –cantada en forma de cumananas o panalivios—y la expresión corporal.

Revisar el repertorio de Susana Baca es recorrer la tradición negra peruana abrillantada por un estilo sensual en extremo y generoso en matices. Ese es su mérito: serio, profuso y admirable. Dicen que desde el principio de los tiempos, todo aquel ser que oye su voz y su ritmo, en realidad está escuchando la pasión que habita en el imaginario de nuestros pueblos, aquel simbolismo de sus poetas y el sentimiento encendido de las fiestas populares y de todo aquello que encierra el gran capítulo de nuestra cultura y alma popular. Entonces, ahora que Susana Baca ha cumplido más de una veintena de años de vida artística difundiendo la música de raíces afro peruanas y así, está ubicada como una mega estrella de lo que hoy se denomina la esfera de la World Music y la música étnica, es bueno preguntarse cuándo se gestó este prodigio que se hace manantial inagotable, susurro atemporal y haz de luz inmarcesible.

En 1971, Susana Baca, que ya se había graduado como profesora en la Universidad Nacional de Educación, es llamada por una vocación mayor, el canto. Su amistad con escritores como Manuel Scorza, Julio Ramón Ribeyro, Oswaldo Reynoso y el poeta y compositor Juan Gonzalo Rose, la convoca al Festival Internacional de Agua Dulce. El auditorio atiborrado junto al mar reunió a los nuevo compositores e intérpretes de la llamada ‘nueva canción’ peruana. Ahí estaba Diego Mariscal, «Caitro» Soto, «Perú Negro», «El Polen» de Raúl Pereyra, junto a los consagrados Alfredo Zitarrosa, Soledad Bravo, Víctor Heredia, Los Compadres. La fecha de la gran final, una cantante menudita hizo brillar el sol de la medianoche cuando lanzó su embrujo al público extasiado. Esa era Susana Baca quien se llevó el Primer Premio a la Mejor Interprete. Cierto, ese fue el final del comienzo. Susana había culminado una primera etapa de aprendizaje. Después, todo sería distinto.

El conflicto entre lo nuevo y lo viejo afectó con delicadeza su opción. Un poema de Enrique Verástegui del movimiento Hora Zero le parecía más valioso que un valse del bardo Felipe Pinglo Alva. A Susana Baca le interesaba aquello que llegaba de Cuba con el nombre de ‘Nueva Trova’, lo otro que traía la magia de Brasil con los gestores del llamado ‘Tropicalismo’. Pero ya lo decía en una décima don Juan Urcariegui y García a la epónima Valentina: «Eres historia viviente/ de aquellas grandes jaranas/ donde Felipe y Quintana/ cantaron alegremente. / Ahí se hicieron presente/ la inolvidable Sabina/ y toda esa cantarina/ muchacha jaranera/ que gritó al ver tus caderas/ Eres humana y divina.» Y Susana Baca, entre las vanguardias y la tradición, inició un camino inédito, hacerle caso a su corazón.

Fue un duro trajinar, un camino empedrado de incomprensiones, que si César Vallejo la hubiese visto, hubiera exclamado entre incendios: «Que de mi país, a mis enemigos, los quiero…» Tocó puertas, gritó que la escuchen, que le atrapen las manos. Los esfuerzos de otros investigadores del asunto afro peruano, Nicomedes y Victoria Santa Cruz, la testarudez de la familia Vásquez buscando un espacio para su arte, el éxito mediático de Ronaldo Campos y su «Perú Negro», se mordía pero no se tragaba. Y Susana sabía que esa música, de los negros peruanos no era reconocida, que la sociedad la obligaba a mostrarse con artificios y florituras. Y como ahí no había poesía –decían– todo era fútil, trivial y comercial.

Entonces le salió la raza. Con su esposo, el sociólogo Ricardo Pereira, emprendieron una cruzada inédita; buscar con rigor las raíces más entrañables de esa cultura relegada. Sus trabajos al lado de la musicóloga Chalena Vásquez la obligó a una indagación descomunal de una verdadera científica social en un país de entusiastas. Así, hurgó en el acervo de las familias que mantenían la tradición como coraza para defender su autenticidad; desde Aucayama a El Carmen de Chincha, de Malambo a San Luis de Cañete, de Santoyo a la mítica Saña. Y qué de músicos, cantantes y decimistas no encontró en su exploración. La certeza de su asombro. Ella y su esposo, recorrieron los más de 800 kilómetros de la costa peruana recopilando testimonios y documentos de aquellos pueblos descendientes del negro. El resultado fue el libro «Del fuego y del agua» tras once años de labor.

Tres años más tarde, la pareja fundaría el Instituto Negro Continuo con un objetivo similar al del libro: mantener vigente la tradición afro peruana. Entonces, cada dinastía negra aportó esa parte que su memoria atesoraba en sus corazones; Y cuánta belleza halló entre cajones y chacombos, al compás de las cadenas, al son de un socavón. Susana Baca recuerda y no cesa de recordar precisamente esa maravilla del negro peruano, el disco que grabara Nicomedes Santa Cruz: «Cumanana», con Porfirio, con los De la Colina, con aquellos herederos de una sangre encendida de reclamos y aromada en sus bondades de glóbulos festivos.

Y en el más intenso silencio, Susana y sus compañeros de utopías fueron consolidando sus espacios y reafirmado sus ecos; primero grabando cintas [ver repertorio discográfico] luego, a través de sus Editora Pregón y junto a Ricardo Pereira, editando discos con una ayudita de su amigos. En 1986 viaja a Cuba y en los Estudios de Egrem en La Habana, graba «Poesía y Cantos Negros» [«Lamento negro»] que reeditado hace tres años, le permitió ganar el Grammy Latino. Era un disco distinto, con poemas del chileno Pablo Neruda, del uruguayo Mario Benedetti y de los peruanos Alejandro Romualdo, César Vallejo, César Calvo, Gálvez Ronceros, Victoria Santa Cruz y un tema que Chabuca Granda había dejado inconcluso: «María Landó», que Susana Baca perfeccionó de manera magistral.

Fue un álbum sui generis, hecho con paciencia, sacrificio e incomprensión de algunos. Así nomás no se musicalizaba poemas tan intensos como «El hermano Miguel» de Vallejo o «Matilde» de Neruda. Además, ensamblado a «Los Gallinazos» de Victoria Santa Cruz, es decir, poemas y sentires negros, formaban un tramado brillante abrazados por las brasas de una emoción única y de una pasión sin par. En el disco participaron algunos integrantes de la banda cubana de jazz latino «Irakere», además del grupo de cuerda «Brindis de Salas» y otros músicos peruanos entre ellos el guitarrista Lucho Gonzales. Disco extraño –ya lo dije—y que el tiempo supo darle con justicia, la importancia y su grandeza que sólo tienen las obras inmortales. Cuando en la tercera edición de los Grammy Latinos que se celebraba en Los Ángeles, se confirmó la noticia que el disco había conquistado el premio, a Susana Baca, que se hallaba preparando un concierto en Boston, apenas le alcanzaron las fuerzas para decir: «Qué alegría que un trabajo tan antiguo fuera reconocido. Eso quiere decir que no estaba equivocada».

Era el fin del inicio, con «Lamento Negro», Susana cerraba una primera etapa de propuestas e indagaciones arraigada en un universo localista que le ganó admiradores en nuestro medio pero también le señaló límites a su propio desarrollo. La siguiente etapa estaría marcada por un nombre, un sello y un destino: David Byrne, Luaka Bop y la conquista de la audiencia fascinada por el entonces género emergente conocido como World Music. / Continuará.

 

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