Dios y la ciencia

 

De niño me enseñaron a creer en Dios, más adelante, mi vida un tanto libertina, me hizo abrigar ciertas dudas, amparadas por la prédica de ciertos ateos de café, que murieron envueltos en sus enrevesados sofismas, bañados de un anarquismo a la moda de los tiempos.

Luego, me vincule con la magia y los estudios ocultistas que son tradición en mi familia, pero jamás acepté ciertas creencias, que suelen pasar de contrabando, como quien dice “a fardo cerrado” y luego constituyen “Biblia” para ciertos discutidores de oficio que se fueron quedando solos a lo largo de mi carrera.

Un día ya lejano, un buen señor cuyo nombre he olvidado -yo tenía entonces 17 dinámicos años- me obsequió un libro titulado “La Incógnita del Hombre”, escrito por el sabio médico Alexis Carrel, que intoxicado de ateísmo intelectual, fletó cierta vez un convoy de “enfermos terminales, que condujo rumbo a Lourdes, a todo costo –ya para entonces era un famoso Doctor que resultó Premio Novel y pionero de los transplantes de órganos, como gran opción terapéutica- decidido a mostrar la superchería de los milagros”. ¿Y saben qué? Aparte de las consabidas curaciones de ciertos pacientes de cáncer, tuberculosis y otros gravísimos males, el propio Doctor ateo, comprobó que un paciente canceroso a quien este terrible mal había consumido la tibia de una de sus piernas, apareció tras la consagración ritual, ante la legendaria gruta, con dicha pieza ósea absolutamente normal y caminando en gran forma.

El Dr. Carrel, haciendo honor a su reconocidísima inteligencia, dijo entonces: “no puedo explicar lo sucedido, pero a partir de hoy, me dedicaré a tiempo completo a investigar el misticismo religioso y su verdad absoluta, que ahora, para mí sería necio negar absolutamente”.

Ha pasado casi un siglo desde entonces y la medicina actual, con las normales reticencias, reconoce en poder terapéutico de la oración fervorosa, que lo mismo que las “remisiones espontáneas”, sigue constituyendo “un misterio clínico”, pero también un desafío que la ciencia no puede rehuir en absoluto.

Ahora, aterricemos en algo que empezó –para mi historia personal reciente- en cierta ronquera rebelde, con ciertas características de uno de esos resfríos estacionales a los que nadie da pelota.

Pero resulta que pasaban los días, y el asunto se iba agravando, hasta que cierta tarde -cálida y sensual, para no perder mi acostumbrado chacoveo- mi hija “Agatha Lys”, clarividente mundialmente reconocida y mi hijo Willy, que siguiendo mis pasos dirige una importante agencia publicitaria en Centroamérica, me convencieron de ir a un hospital “a fin de que me hicieran una nebulización”.

Y yo dije: ¿por qué no? y como jugando, reboté en el  nosocomio, cuyos doctores, me dijeron alarmados, que se trataba de una neumonía, la misma que considerando los abriles recorridos por este pecho, lucía gravísimos perfiles.

Creo que ya he relatado mi experiencia extra sensorial de una noche en la cual -alucinación de por medio- llegué a orillas los límites del más allá, digan lo que digan los decidores.

Tres o cuatro días más tarde, un cortés doctor, me anunció  que yo había superado la crisis, lo cual resultaba sorprendente considerando los almanaques de mi velocímetro personal.

Bueno pues, resulta que yo había superado una neumonía de las más graves y lo había logrado, además, en tiempo record.

-Lo felicito por sus defensas- me dijo cordial el joven galeno.

-Eso se debe a que soy mezcla de trujillano con alemán- le respondí bromeando, pero más allá de cualquier chiste, aluciné.

Los rostros fervientes y llorosos de mi esposa, mis hijos y mis nietos, rezando de rodillas, pidiéndole a Dios que me conservara la vida. Y digo yo, ahora que lo aguaito en serio: “tendrá sus buenas razones  el Señor, para haberme concedido esta vuelta de repecho. ¿O será, como creen los que no me quieren mucho, que aún tengo cuentas que pagar en la dimensión presente?

Sea como fuere, y según anota la pizarra, son pocos los casi cochos que le hacen el dribling, a esta detestable pariente del “coronavirus”, que empieza como una tosecita y termina ahogando los pulmones de sus eventuales víctimas vejetes.

Y entonces, lo que me toca, es aprovechar el repechaje, dando gracias a Dios, a todos los que me quieren y rezaron por mí con estremecedora fe, y a esa buena estrella que siempre alumbró mi vida aventurera. Creo que ha llegado la hora de proclamar este milagro y de rezar también porque este favor de Dios, se multiplique en nuestros queridos viejos, cuyos nietos los aman y reverencian. ¡Dios existe, claro está… y los milagros también! ¡Viva la vida!

 

Leave a Reply