El bar Tobara de Surquillo

 

Al mozo de noche lo llamábamos Lando Buzanca. Era de fibra a mariposa, tenía un gancho mortal al hígado y cantaba como Raphael. En el bar Tobara de la esquina de Angamos con República de Panamá, apenas anochecía, lo invadían una fauna feroz y babélica. El lumpenaje rancio, presidarios de vacaciones, rameras redimidas, homosexuales en ejercicio, profesores de ciencias cuánticas, vecinos boquiabiertos, poetas desahuciados por las musas y alcohólicos abandonados por la fe. Lando Buzanca nos conocía a todos y para cada cual tenía un lenguaje.

El Tobara era el antro de las transfiguraciones. El rito vicario de los desalmados. La costra de templarios del barrio con prosapia y sin ley. Ahí, aprendí filosofía, dados, timba y la poesía cruel, de no pensar más en mí, parafraseando a E.S. Discépolo. Los Tojara –que ese era el apellido original de los dueños de origen okinawuense—, tuvieron en el viejo Jiro al líder y factótum de esa isla generosamente proterva en medio de las brumas de una bohemia con la alcurnia del pobre. Alguien equivocó el apellido al hacer el rótulo sobre la gran puerta del bar-restaurante de la esquina y así quedó enclavado en el imaginario, la huasamandrapa y en ese océano lujurioso del distrito popular. Los acólitos que llegamos de púberes, sabíamos de sus 16 mesas y su gran barra alucinada con trasfondo de licores de baja estofa y uno que otro trago decente.

En el mostrador, de fuentes humeantes de la cocina criolla y nikkei, de saltados y calamares, de tallarines y cau cau, de mondonguitos y escabeches, dejé las huellas de mis codos y mi cabeceo enamorado de la noche, los amores perdidos por flojo corazón y los amigos de venas trenzada y la conversa del verso cómplice que hace del bar, la institución psicoanalítica antes de Freud. Cierto, el Tobara se fue convirtiendo en capilla y catequesis, en aula alternativa y universidad de la propia vida. Aquel fue su atractivo y su pudor. Su exclusivo clientelaje sabía bien que ahí se iba a encontrar a sus congéneres, a esos seres que vivían preocupados por el origen de las cosas, por la explicación de los fenómenos totales y por el fondo y la forma estética con qué explicar que la vida existe de otra manera y no como dice Baldor.

Así, se tejían los diálogos profusos y cotidianos, triviales o trascendentes, triunfales o dramáticos, amargos o hedonistas. Y en cualquier momento hacía su ingreso un choro plantado como un gran maestro o un irreverente poeta chavetero, un profundo filósofo nihilista o un cultivado periodista sin trabajo, un anecdótico pintor de brocha gorda o un fulgurante caficho, todos reunidos en ese bar surquillano que el tiempo convirtiera en aula magna o antro solemne. En medio de ese cambalache nocturno, la familia Tojara, luego de don Jiro, con doña Mechita o Julito y sus hermanos mayores, protagonizaron una función normativa y pedagógica. Se los respetaba como ellos respetaban el resplandor de las ideas que en esas mesas del Tobara adquiría categoría de fe teológica.

Las cervezas nunca faltaban entre las frases de los parroquianos, así falte plata o lógica de buenas costumbres. No obstante, yo jamás participe en bronca alguna, Nunca vi un chavetazo, mucho menos un botellazo. Todo era ternura, todo corazón. Luego, al Tobara llevé a mis hermanos más de sangre que sangrientos. A los tíos que se morían en mis brazos, a mis primos que habitaban en el rinconcito de los cariños, a mis enamoradas nocturnas y hasta a mis hijos luego de salir del Nido para que por las mañanas se comiesen decenas de gelatinas, pasteles o cebiches, que existía en la función matinal.

Por la tarde conversaba con los jubilados y a las seis de la tarde me asfixiaba de miedo escénico porque en ese ojal de la vida que se vuelve noche cantaba boleros desafiando como loco con el perdón de la casa. Fui condecorado una noche de esas como “Huésped ilustre” y ahora que observo el viejo edificio donde un domingo vimos pasar al auténtico Señor de los Milagros.

Ahora que el Tobara ya no existe más y se ha convertido en una farmacia, ingreso a pedir un hepatoprotector en la misma barra donde hace un tiempo exigía un navajazo de ron. Mi hígado antes que mi corazón es testigo de mi amor. Por eso recuerdo esta esquina como el iceberg de mis cariños más profundamente entrañables y, mientras escribo estas líneas, unas lágrimas ruedan de mis mejillas y humedecen el mantel donde muestro el mejor de mis cariños.

 

One Response

  1. Jorge Guillermo Cerron Calle dice:

    ¿Quién es el autor?

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