El mensaje digital de cada día

 

Tomé el bus de camino al trabajo el miércoles 6 de septiembre por la mañana. Un transporte repleto de personas, repartidos en hileras huecas y con sus miradas atentas a las pantallas. Mi celular marcaba las 9:12 cuando intercambié posición con uno de los pasajeros; él pasó a estar levantado y yo, a tomar su asiento.

Suelo cargar un libro en mi mochila para no perder la costumbre de la lectura. Como es propio de las horas tempranas, tras leer algunas líneas, uno suele mirar a los alrededores para buscar más estímulos que mantengan la mente despierta sin necesidad de desconcentrarse de lo que se lee. Mirar a través de las ventanas suele resultar más interesante que mirar dentro de la caja metálica con ruedas; en esta ocasión, decidí mirarlos a ellos. Todos esos humanos de diversas facciones y con universos de ideas en sus mentes, algunos más exquisitos que otros. Pero todos, durante esta mañana, con la mirada fija en las pantallas de sus celulares.

Los tiempos han cambiado. Los periódicos físicos han sido reemplazados por letras virtuales e imágenes en movimiento. Para consumir esta información, se mueve el pulgar de abajo hacia arriba. El contenido que se ofrece es simple, colorido, rebelde. Casi no hay letras, casi no hay texto. Solo son personas mirando hacia la cámara, y a veces ni siquiera son necesarias las personas. Y, según pude apreciar en sus rostros, todas las edades disfrutan de esto.

Atento a la hora, calculando mi llegada al trabajo, pude apreciar a dos señoras a mi izquierda alrededor de las 9:48. Discutían emocionadas sobre un vídeo que se posaba frente a ellas en el aparato móvil. Era una lavadora. Detrás de esta, de manera ingeniosa, decía oferta. Había muchos efectos visuales y el logo de la compañía que ofrecía la venta. Nada más. Un vídeo simple. Y las señoras ya habían captado el mensaje. Se vuelve costumbre mover el pulgar para pasar al siguiente vídeo, les apareció otro vídeo con un poco más de texto y, a mi parecer, más bonito. Ellas no le prestaron mucha atención y pasaron al siguiente.
A las 10 con ocho minutos, llegué a la esquina cercana a mi oficina. Tenía una reflexión en mente. Los tiempos ya no son como antes. El mundo se ha movido. Quien no aprende a moverse con él, por más testarudo o valiente que uno sea —aunque a veces la valentía no puede ser más que un remanente de estupidez infantil—, está destinado a perecer.

 

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