La rumba del catre

 

El jirón se llamaba «20 de setiembre» y con los años, los de a pie lo bautizaron con otros sambenitos. Era una calleja como un tajo cicatrizado en el mismo vientre del distrito de La Victoria, en Lima. Apenas nueve cuadras eran suficientes para exponer la polisemia del barrio, aquel espacio controversial, su cultura, su economía y sus leyendas.

Y el jirón tenía la música latina como marco sonoro y era habitado por los personajes más filudos del hampa, la vida alegre, los bajos fondos, la bohemia, los criollos y el fútbol con sus estrellas de botines de madera y corazón de pisco acholado.

En los años cuarenta, en sus siete primeras cuadras operaba el lupanario central de la capital. El jirón se llamó después simplemente Huatica porque el acequión del mismo nombre lo hería a la altura de la sétima manzana. Las mujeres del oficio más antiguo del mundo se mostraban sin refajos en grandes ventanales como muñecas de dermis sonrosadas y labios amotinados. Las había extranjeras –las francesas, las chilenas, las argentinas– y nacionales. Las crónicas de la época cuentan de batidas y crímenes, de celos y navajazos. El lugar sin límites, era así y casi al mismo tiempo, refugio del escozor juvenil miraflorino y el herpes del lumpenaje capitalino. Los bravos convivían con los cadetes del Leoncio Prado –según Mario Vargas Llosa–, y los señoritos de barrios clasemedieros con asolados estibadores, amén de la puja natural entre los catchascanistas con los centros halfs de los equipos de Segunda.

En 1945 se pavimentó la calle. Entonces Alejandro “El Manchaó” Arteaga se casaba con Valentina Barrionuevo, “La Valentina”. Dizque la trajo raptada de Barranco, aferrada a un rosario y un cuadro del Señor de las Caídas. Y dicen que se afincaron en la cuadra cinco e hicieron de sus aposentos rijosos, templo de la marinera y de la sopa aventada.

Los hijos llegaron después, cuando ya los gatos habían desaparecido del barrunto porque fueron presa de la voracidad de la canallada jaranera, cantora de valses vieneses, habaneras y los más apretados donzonetes en las lenguas de las utopías.

Entonces «El bar Azul», en la cuadra 4, era discoteca adelantada. Ahí se bailaba los boleros del cuarteto Caney y las parejas se frotaban por la urgencia sensual que provocaba Orlando Guerra “Cascarita” y Omara Portuondo en la liviandad acorazaba del perfume barato. Y la robustez de los más machos se transformaba cuando se escuchaba la voz gatuna de la cubana La Lupe degollar un bolero. Entonces la música cubana, era el himno latinoamericano de todo aquel que sentía su ritmo como una súplica de sus deseos intramusculares y de enaguas azules más intensos.

En Huatica el trago emblemático era el “Socotroco”. Brebaje que resultaba de la combinación diabólica del coñag “Tres Estrellas” con Pasteurina –la gaseosa hecha de yerbaluisa—y media naranja con pepas. Un sol en vaso de arriero y uno estaba listo para las delicias del averno. Se asentaba el trance con sendos huevos duros y para los pudientes existía la conducta del fritanguerismo. En la cuadra 5 el rincón de Félix expendía un Escabeche de bonito con cebollas del relincho arequipeño y en uno peroles ennegrecidos por la arrechura barrial se elaboraba una fritanga de hígado con yuca que se expedía hasta la madrugada cuando la olla de café quedaba inútil de sustancias.

Quién de aquellos personajes y de los otros, los estibadores musicales allende los mares del Callao, no sabían de los sones cubanos de Arcaño, de los requiebros del Cuarteto Maisí, de los charangones de la Orquesta Aragón y luego de los mambos Pérez Prado. Así era la Lima de antes de los cincuenta, tan distinta a la otra, aquella del grill del hotel Bolívar, de La Cabaña, del Embassy o del Negro Negro donde Bola de Nieve reinaba con un ritmo extraño.

Hoy la música cubana se aprecia de otro modo. Para unos, sin el encanto de los años de juventud adobada de aventuras e incontinencias, para los otros, sin ese meloso tesoro que tiene los fastos de la melancolía. No obstante, en Cuba no se ha dejado de producir ritmos y sones con otros contenidos y otros horizontes. Compositores como Adalberto Álvarez, Juan Formell o Isaac Delgado, han encontrado otro filón para refrescar los viejos montunos que hacían bailar a aquellos que peinan canas y que tienen el sabor cubano en la sangre.

Existe así la llamada «Salsa cubana» –como explica Ariel Tapia—y es género que ha provocado tremenda polémica. Por un lado, agrupa a las orquestas de los Van Van y a las formaciones de Adalberto Álvarez, defensores de un Son cubano moderno y apetecible para las disqueras. Sin embargo, existen también los grupos nuevos que celebran la mezcolanza desenfrenada de ritmos que conducen a la llamada «hiper-salsa» –la misma que es bautizada como Timba–, de sonido fuerte, a ratos chabacano y que sólo se toca en Cuba.

Una tercera corriente sería aquella que alentó Juan de Marco González, la del Afro Cuba All Star, colectivo que reunió a viejos músicos –casi todo retirados del quehacer artístico—y que fueron la base del boom del Buena Vista Social Club. Todos, han cosechado éxitos y dólares. Mientras que Compay Segundo y los «añejos» del Son tradicional fueron premiados con los premios Granmy, los jóvenes timberos acechan al mercado estadounidense. Igual ocurre en el Viejo Continente donde se afilan los dientes con los viejos enemigos de la revolución cubana. Y Miami es una plaza exitosa para grupos como Irakere o los de Isaac Delgado que utilizan y arreglos que los detractores han llamado sin mucha gracia, el «jazzrock en la cubanía».

Pero la historia de la música cubana tiene un antecedente epónimo tan glorioso como popular. Empieza un poco antes, exactamente el 8 de mayo de 1925, tres amigos en la ciudad de Santiago de Cuba cantan por primera vez juntos. Su agrupación será un vehículo más para la difusión del Son y su mezcla con otros ritmos, como el bolero y la guajira. Un amplio repertorio los convertirá en uno de los tríos más exitosos y frecuentes artistas del disco. En 1928 se formaban aglomeraciones en los almacenes para comprar «El que siembra su maíz», una grabación en 78 rpm, como todos los de su época, que llevaba en la otra cara otra tema antológico: «Olvido».

El líder de este trío memorable era un moreno alto y distinguido, Miguel Matamoros, que cumplía 31 años y que supo escoger a sus compañeros: Rafael Cueto y Siro Rodríguez. Miguel era lo que dice un «serenatero», con una famita bien ganada desde los quince años y se había distinguido como un verdadero trovador. Rafael Cueto había alternado el béisbol con la guitarra y, con Matamoros, había formado parte del Trío Oriental. Siro Rodríguez, vaquero y herrero de oficio, había aprendido música con Sindo Garay y prestó su voz a los tangos ensangrentados de la época. Ellos, no otros, formaron el Trío Matamoros, que fue un faro sobre la música Caribe a lo largo de 35 años.

Pertenecen a su rico legado sones como «Son de la loma», «El que siembra su maíz» y «La mujer de Antonio»; guajiras sones, como «Ven para la loma»; y boleros sones como «Lágrimas negras», «Mientes» y «Mi única boca» y una canción que es una leyenda: «Plegaria mística».

Además, no hay que olvidar que fue Miguel Matamoros, aquel gurú que descubrió cantando en los bares de los muelles de La Habana a un moreno esmirriado pero que poseía una voz que inflamaba los espíritus y las almas. Ese muchachito delgado había llegado de Santa Isabel de Lajas y se hacía llamar Benny Moré. Al Benny, Matamoros lo llevó a México y ahí Benny después de cantar en pequeños cabarets se separó del maestro para radicarse en esa ciudad y cantar los mambos más famosos del planeta, aquellos que compusiera el gran Dámaso Pérez Prado y que fue una suerte de meteoro musical que impacto en la tierra y desde esa vez la sensualidad de los glóbulos negros invadió el espacio de los cuerpos de rumberas, ergo: Ninón Sevilla y Tongolele y samaqueó la pelvis de todo aquel que se llamaba guapo.

Otra fecha tiene los requisitos que necesitan los fastos de la historia y la música bien se lo merece. Es un 10 de octubre de 1922 y en La Habana, los relojes acaban de marcar las cuatro de la tarde. Ese día inaugura las transmisiones la primera estación cubana, la PWX —dos años después de que saliera al aire la primera emisora en Estados Unidos—. Su primer programa fue escuchado tan sólo por los 40 privilegiados que disponían de un aparato de radio. En la emisión inaugural se incluyeron dos boleros cantados por Rita Montaner, un danzón y una habanera. De pronto suena a herejía, pero desde aquel momento –aseguran los que saben– la salsa había comenzado.

Catorce meses después, existían ya 34 estaciones y todas se dedicaban preferentemente a la propagación musical. La programación se repartía entre los discos y las orquestas y los conjuntos en «vivo». Memorables son las audiciones de Antonio Arcaño y los cubanos sólo hablaban de la Orquesta Radiofónica de Arcaño y sus Maravillas. En esa época llegará a la isla el cine. En 1931 se estrena el corto musical titulado «Maraca y bongó», donde se oyen los primeros compases del Sexteto Cuba. Muy lejos, en un país al sur que tenía como capital a Lima y a su puerto, El Callao, los primeros radioaficionados –los de la onda corta—escucharían la sabrosura de Arsenio y la sandunga de Chappotín con su cantante Miguelito Cuní, en vivo y en directo, desde las mismas emisoras habaneras, shows sensacionales que generarían una pasión por todo lo cubano en aquel país llamado Perú.

 

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