El Sábado Santo, también conocido como Sábado de Gloria, es de profundo silencio y espera en la tradición católica. Marca el intervalo entre la crucifixión de Jesús (Viernes Santo) y su Resurrección (Domingo de Pascua).
A diferencia de otros días de la Semana Santa, no se celebran misas ni sacramentos, y el altar permanece despojado, simbolizando el vacío dejado por Cristo en el sepulcro. Este día invita a los fieles a una pausa contemplativa, donde el dolor por la muerte de Jesús se mezcla con la anticipación gozosa de su victoria sobre la muerte.
Para la espiritualidad católica, el Sábado Santo representa el descenso de Cristo a los infiernos, un misterio proclamado en el Credo. Según la teología, Jesús no permaneció pasivo en la tumba, sino que llevó la luz de la salvación a los justos que habían muerto antes de su venida, liberándolos del limbo patrum. Este concepto subraya la universalidad de la redención y la conexión entre la creación y la consumación de los tiempos.
Litúrgicamente, la tarde del Sábado Santo da paso a la Vigilia Pascual, la celebración más importante del año cristiano. En ella, la Iglesia pasa de la oscuridad a la luz: se enciende el cirio pascual (símbolo de Cristo resucitado), se proclama la historia de la salvación con lecturas bíblicas, y se bautiza a los catecúmenos. Este tránsito refleja el núcleo de la fe católica: la muerte no tiene la última palabra.
En muchas culturas, el Sábado de Gloria está marcado por tradiciones populares. En México, por ejemplo, se queman Judas de cartón para representar la derrota del mal, mientras en España se preparan procesiones austeras. Estas expresiones, aunque diversas, comparten un ethos común: la tensión entre el duelo y la esperanza, que define la identidad cristiana.
Finalmente, el Sábado Santo enseña una lección existencial: la vida está llena de «sábados santos», momentos de aparente ausencia divina donde la fe se purifica. Los católicos son invitados a vivir este día no como un paréntesis, sino como un tiempo de interiorización, que prepara el corazón para acoger la alegría pascual. Como decía san Agustín: «Dios calló para que nosotros aprendiéramos a escuchar».