Lavalle y el baile de Marinera en el Centenario

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José María Lavalle, una leyenda del fútbol peruano y del mítico «Rodillo Negro» de Alianza Lima, dejó una huella imborrable en la historia deportiva. El relato de su hazaña más memorable se sitúa en el contexto del primer Campeonato Mundial de Fútbol, celebrado en 1930 en Montevideo, Uruguay. Cerca de cumplirse 100 años de aquel evento una sabrosa crónica sumerge al lector en una historia de picardía y pundonor, virtudes cuya herencia parece perderse hoy en el fútbol moderno.

El debut de la selección peruana en la cita mundialista había sido duro: una derrota de 3-1 ante Rumania en la cancha de Peñarol. El cuadro no caminó como se esperaba y el director técnico, Don Paco Bru, les señaló una falta de «garra». Este comentario hirió profundamente el orgullo de los jugadores, quienes se sentían particularmente orgullosos de su espíritu de lucha. Por ello, creyeron que debían demostrarle a Don Paco lo que era la «vergüenza futbolística».

Antes de salir a la cancha para enfrentar a la poderosa Uruguay, en el impresionante Estadio Centenario, los jugadores peruanos se hicieron una solemne promesa: dejarían «todo en la cancha» para borrar la mala impresión dejada en el debut. Aquel 16 de julio sería un día memorable. El árbitro Warken les advirtió, como era costumbre, que el partido debía desarrollarse bajo las mejores normas de la competencia deportiva.

En el césped, la atmósfera era imponente: la «olla» del Centenario «rugía como los mil demonios» y el grito de «Uruguay, Uruguay» era el único que se escuchaba. Lavalle sabía que su duelo era personal contra Álvaro Gestido, el «maravilloso half izquierdo» uruguayo que completaba la línea campeona con Andrade y Fernández. Mientras el árbitro daba las indicaciones, Gestido se puso al lado de Lavalle, observándolo con detenimiento, seguramente «midiendo» su peso para saber qué recursos usar para «anularlo». Detectando sus intenciones, Lavalle le puso la mano sobre la cabeza y le espetó con picardía: «Anda nomás gauchito, ahí nos vemos». Pese al ímpetu local, con Scarone, Anselmo y Cea trabajando como «verdaderos maestros», la defensa peruana, con Astengo y Galindo «cuadrándose fuerte», detuvo la avalancha.

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Al inicio del partido, Lavalle, jugando por la banda derecha, andaba «medio perdido» y estuvo «de despertador» durante casi un cuarto de hora porque la pelota no le llegaba. Pero cuando llegó la primera, «le sacó el jugo». Gestido vino a su encuentro «como una tromba», pero Lavalle le aplicó una finta que lo hizo pasar de largo, provocando que el uruguayo «resbalara». Gestido le confesó a Lavalle al terminar el primer tiempo que había resbalado, pues anduvo a «resbalones» los primeros 45 minutos.

Durante el intermedio, Don Paco Bru les indicó que debían cargar el juego por la banda derecha, el sitio de Lavalle, justificando que el puntero peruano estaba «muy bien» y Gestido «muy mal». Lavalle era consciente de que su coach seguramente lo decía para «infundirle mayor confianza», pero de todos modos se lo creyó. El resultado de este cambio táctico fue que Lavalle no tuvo «respiro» porque todo el juego iba hacia su banda, y al promediar la etapa complementaria, empezó a pararse «puro cansado».

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Rendido por el esfuerzo, Lavalle se detuvo un poco más allá del medio campo con Gestido muy cerca, y sacó su pañuelo para secarse el sudor de la cara. Es menester recordar que, en aquellos tiempos, los pantalones de fútbol tenían un gran bolsillo atrás para guardar el pañuelo o la boina. Justo en ese instante, apareció una pelota bombeada hacia él. En un afán de dominarla y con genialidad, Lavalle inició la finta, levantando los brazos, con el pañuelo en la mano. Le dio un «toquecito con la punta» al balón y, una vez más, Gestido se le vino encima y «volvió a resbalar». Lavalle se fue por la banda, sacó el centro, y puso en aprietos al arquero Ballesteros. La distracción del pañuelo había sido la jugada maestra.

Esta jugada no solo fue un destello de talento, sino se inmortalizó en la historia del fútbol peruano. Posteriormente, un redactor de la revista Mundial describió la acción diciendo que José María Lavalle «bailó marinera delante de Gestido». A Lavalle le gustaba la forma en que se recordaba la jugada, pero aclaró que todo lo hizo porque palpitaba en él un «irrefrenable deseo de hacer algo distinto». Reconoció que la casualidad lo ayudó, pero él puso «lo mío».

A pesar de la derrota peruana, que se concretó por el único y angustioso gol de «el manco» Castro, Lavalle reconoció a Gestido como «todo un señor» en el transcurso del partido. El peruano enfatizó que no hubo por parte del uruguayo «ninguna actitud desmedida ni la acción revanchista» y que, de hecho, ese fue su «mejor partido» gracias a la calidad humana y deportiva de Gestido. La camaradería se selló en un emotivo momento: al abandonar el campo, Gestido vino a él, lo abrazó y le dijo: «Negro me la diste».

Lavalle nunca más pudo encontrarse con Gestido quien falleció en 1957 de un infarto. Su deseo era estrecharlo en un «fuerte abrazo» una vez que ambos se hubieran retirado del fútbol, para decirle simplemente: «Gracias, señor». La gesta de Lavalle resalta el valor de una época en que la «herencia de picardía y pundonor» era crucial.

Foto: unrinconblanquiazul.com